martes, 29 de marzo de 2016

INSTRUMENTOS DE PAZ.


Segundo Domingo de Pascua C

Evangelio según san Juan 20, 19-31
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
— Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
— Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
— Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
— Hemos visto al Señor.
Pero él les contestó:
— Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
— Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás:
—Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
 Contestó Tomás:
— ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo:
— ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

El Maestro se había levantado de su catre todavía más pronto que de costumbre. Después de la oración de la mañana y de un poco de ejercicio físico y un corto paseo se sentó cerca del fuego. A pesar de que ya era primavera y los días un poco más largos, era todavía noche cerrada. Estaba contento. Salvo cualquier contratiempo inesperado, hoy subiría de nuevo el discípulo a compartir la oración de la mañana, pues por el compromiso en la parroquia de su pueblo llevaba dos domingos sin visitarle. Sabía además que, como de costumbre, le traería, por encargo de su madre algunos dulces que ella misma había preparado. Él, por su parte, también había preparado algo: un tarro de compota, cuajada, leche fresca y algo de fruta; esta era un regalo de su amigo, el pastor. Al terminar la oración almorzarían juntos celebrando así la Pascua en su Octava.
Envuelto en su raída capa el ermitaño salió de su cueva y se acercó al límite de su placita para esperar allí, como solía decir él bromeando, a porta gayola a su joven amigo.
- Buenos días, Maestro, dijo el discípulo al llegar, shalom y feliz Pascua de Resurrección.
- Buenos días, amigo mío, salón y feliz Pascua de Resurrección, contestó el ermitaño y le tendió la mano, intercambiándose un buen apretón.
Entraron  y se sentaron alrededor del fuego, y aunque el sol había empezado a despuntar el ermitaño encendió la vela, pues dentro estaba todavía muy oscuro.
- He visto que en este segundo domingo de Pascua nos encontramos con el mismo evangelio del año pasado.
- Y con el mismo del próximo año, ya que en este segundo domingo de Pascua los tres ciclos litúrgicos nos ofrecen el relato evangélico: la aparición de Jesús a los discípulos reunidos en el cenáculo, la incredulidad primero y la profesión de fe después de Tomás.
- El año pasado he subrayado tres puntos de este pasaje…
- Sí, Maestro, anoche he repasado los apuntes.
- ¡Ah! dijo el ermitaño sorprendido, no sabía que tenías apuntes.
Y continuó:
- Este año retomaré alguno pero, llevado quizás por el desasosiego existente tanto a nivel nacional como internacional, me he parado a reflexionar sobre el “shalom”.  Es cierto que este saludo era – y sigue siendo – cotidiano entre el pueblo de Israel, pero adquiere un especial significado en este contexto. Recordemos por un momento que el anuncio de su nacimiento a los pastores en Belén fue seguido por una legión del ejército celestial que cantaban: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc. 2, 14). No es para nada baladí que el apóstol Juan, que no da puntada sin hilo, nos refiera que la primera palabra de Jesús Resucitado a sus discípulos sea precisamente: “shalom”, la paz sea con vosotros y con todos los hombres. Y a continuación dice: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. ¿Enviar? ¿dónde? ¿a qué? La respuesta  la encontramos en la ascensión: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación” (Mc. 16, 15).
Ese evangelio o buena noticia ofrece una nueva concepción de la vida y de la convivencia que se fundamenta en la paz, en el “shalom”, pero no una paz cualquiera, no una paz solo fruto de ausencia de guerras o de peligrosos equilibrios armamentísticos, sino como dice el beato Juan XXIII, en la encíclica Pacem in terris, nº 167: “un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad”.
Jesús invita hoy a que todos y cada uno de los cristianos, según su estado y situación proclame con la palabra y sobre todo con las obras: “Shalom, hemos visto al Señor Resucitado. ¡Aleluya y Shalom!
A continuación  recitaron pausadamente la oración de Francisco de Asís:
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz:
dónde haya odio, ponga yo amor,
dónde haya ofensa, ponga yo perdón,
dónde haya discordia, ponga yo unión,
dónde haya error, ponga yo verdad,
dónde haya duda, ponga yo la fe,
dónde haya desesperación, ponga yo esperanza,
dónde haya tinieblas, ponga yo luz,
dónde haya tristeza, ponga yo alegría.

Oh, Maestro, que yo no busque tanto
ser consolado como consolar,
ser comprendido como comprender,
ser amado como amar.
Porque dando se recibe,
olvidando se encuentra,
perdonando se es perdonado,
y muriendo se resucita a la vida eterna.










jueves, 24 de marzo de 2016

ES LA PASCUA DEL SEÑOR


Pascua de Resurrección

Misa de la Vigilia: Lucas, 24, 1 – 12.
El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando las aromas que habían preparado. Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y, entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas, despavoridas, miraban al suelo, y ellos les dijeron:
— ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar.”
Recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás.
María Magdalena, Juana y María, la de Santiago, y sus compañeras contaban esto a los apóstoles. Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron.
Pedro se levantó y fue corriendo al sepulcro. Asomándose, vio sólo las vendas por el suelo. Y se volvió admirándose de lo sucedido.


Misa del día: Juan, 20, 1 – 9.
Después de una larga vigilia, el ermitaño salió de su cueva, dio un corto paseo por los alrededores para desentumecer sus extremidades y a continuación se sentó en el lugar de costumbre. Se presagiaba un día luminoso, aunque de momento el sol no había salido todavía de su cubil.  Hacía frio y el hombre de la montaña se envolvió en su raída capa.
Era el día de Pascua, la Pascua del Señor. En el mundo cristiano había como una explosión de alegría y de júbilo. Las iglesias y las calles e llenan de flores y de luces, hay cantos con ritmo y aleluyas. El pueblo había vivido con el corazón compungido, en las celebraciones litúrgicas y en las procesiones populares, todo el dolor de la Pasión del Señor, que, unida a la pasión de cada uno, ¡era mucho sufrir!. La llegada del domingo anunciaba un nuevo amanecer, una nueva vida, una nueva esperanza. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? – dijeron los ángeles – No está aquí. Ha resucitado”. Desde aquel momento la vida adquiere un nuevo sentido, el sufrimiento un nuevo significado, la muerte un nuevo horizonte, porque ya no es el final del camino, sino el parto de una nueve vida.
Hay razón para la alegría, para el júbilo, para la fiesta. Jesús, a quien las mujeres buscaban piadosamente en el sepulcro, para ungirlo con ungüentos y aromas para darle así un entierro digno, cosa que no pudieron hacer el viernes por la premura de tiempo, no estaba allí, había roto las ataduras de la muerte, había resucitado y, vencedor, había asumido el control de la nueva humanidad. En ese momento, como explicará más tarde el apóstol Pablo a los Filipenses, 2, 9 – 11:
“Dios lo exaltó sobre todo
y le concedió el Nombre-sobre-todo-Nombre;
de modo que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, y en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre”.
Pero tenemos que reponernos del jubiloso impacto de contemplar en el alto de Calvario la cruz  despojada de su carga como mástil sin bandera y la enorme sorpresa de encontrar el sepulcro vacío, y volver a la ciudad, a nuestra propia Jerusalén, y percatarnos de que muchos hermanos nuestros siguen todavía clavados en la cruz del dolor, de la enfermedad, de las guerras, del paro, de la explotación laboral, de la esclavitud sexual,  del mobbing, etc. o enterrados en el sepulcro del abandono, del olvido, de la marginación, de la injusticia, de las múltiples dependencias, y todos ellos nos interpelan a gritos: “ayudadme a bajar de esta cruz, ayudadme a salir de este sepulcro y a volver a la Vida. Ayudadme a que yo VIVA mi propia PASCUA.
Después de un largo, muy largo silencio, el ermitaño se puso a cantar:
Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.
Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.
Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.
«¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?»
«A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua.»
Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa.
Amén. ¡Aleluya!






lunes, 14 de marzo de 2016

DOMINGO DE RAMOS


Evangelio según san Lucas, 19, 28 - 40.
En aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles:
—Id a la aldea de enfrente; al entrar, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: “¿Por qué lo desatáis?”, contestadle: “El Señor lo necesita”.
Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron:
   ¿Por qué desatáis el borrico?
Ellos contestaron:
   El Señor lo necesita.
Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar.
Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo:
— ¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto.
Algunos fariseos de entre la gente le dijeron:
   Maestro, reprende a tus discípulos.
Él replicó:
      Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras.

Eucaristía: Pasión de Lucas, 22, 14 – 38, 23, 1 – 56.

El ermitaño se había levantado muy temprano de su catre para rezar el oficio de lecturas a la luz de la vela que él mismo había fabricado con la cera de sus colmenas.
Aquella mañana, así como todo el Triduo Pascual, su joven discípulo no vendría a participar de su oración; era necesario en otro lugar. Resulta que el sacerdote que en el pasado había pastoreado su pueblo disponiendo además de un experimentado sacristán, ahora, siendo ya mayor, le habían confiado otros dos parroquias más y ya no disponía ni de sacristán ni de medios para pagar a uno, por lo que necesitaba ayuda. Había rogado encarecidamente a nuestro joven que en estos días le ayudara, haciendo un poco de todo: sacristán, monaguillo, liturgista, etc., etc.. Al joven lo que le gustaba era subir a la montaña, compartir la oración del eremita y escuchar sus enseñanzas, pero entendió que en este momento su lugar estaba allí apoyando a su anciano párroco, y aceptó el encargo.
Colocado de cuclillas con la cabeza apoyada en las manos entrelazadas y estas, a su vez, en la losa que le servía de mesa, el Maestro meditaba sobre la liturgia del día como acontecimiento único pero también como preámbulo de toda la Semana Santa.
En sus pensamientos se situaba en lo alto de Betfagé, desde dónde se contempla en una sola mirada todo el Monte los Olivos, el torrente Cedrón y al otro lado la ciudad amurallada de Jerusalén, la Puerta Dorada, por donde entró Jesús aclamado por el pueblo - hace siglos tapiada - y a continuación  la explanada del Templo – hoy explanada de las Mezquitas por encontrarse allí la del “Al Aksa”  y la de la “Roca” o “Dorada”.
Después sus pensamientos se dirigen a todos las ciudades, pueblos y aldeas del mundo cristiano dónde hoy por sus caminos y calles, como entonces en Jerusalén, procesionarán  niños y mayores, con sus ramos en las manos proclamando: “Bendito el rey que viene en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas”. 
Muchas veces nos preguntamos por qué Jesús, por voluntad del Padre, aceptó este gesto de ser proclamado rey y entrar así, triunfal, en la Ciudad Santa. Quizás haya muchas razones y algunas insondables, como insondable es la voluntad de Dios, pero alguna se puede vislumbrar:
- fortalecer la fe de los suyos. En el Tabor había manifestado que era el Hijo Elegido del Padre, a quién hay que escuchar (cfr. Lc. 9, 35), y en Jerusalén manifiesta que, a pesar de todo lo que iba a suceder, el Hijo de Dios es Rey y Señor del Cielo y de la Tierra, aunque ante Pilato tenga que explicar con mayor claridad el alcance de su reinado: “Jesús contestó: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Pilato le dijo: “¿Entonces tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn. 18, 36 – 37).
- demostrar la debilidad, unas veces, y la hipocresía, otras, de los hombres. Hay una posible pregunta a la que nadie puede contestar, pero que muchos suponen: “¿cuántos de aquellos que eufóricos gritaban: “Bendito el rey que viene en el nombre del Señor”,  tan sólo unos días más tarde gritarían con igual entusiasmo: “Fuera, fuera, crucifícalo. … No tenemos más rey que al César” (Jn. 19, 15).  Y a pesar de todo hasta los discípulos “lo abandonaron y huyeron” (Mc. 14, 50). ¿Y qué podemos decir de Pedro, el valiente apóstol que creyéndose más fuerte que los demás se atrevió a afirmar: “Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré” (Mt. 26, 33) que a la primera de cambio ante el comentario de una simple criada “se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo: “no conozco a ese hombre””? (Mt. 26, 74).
Y siguen las preguntas: ¿cuántos de aquellos que estos días aclaman con cantos en la procesión de ramos o llevan a sus espaldas los pesados pasos de Semana Santa, o caminan descalzos por nuestras calles o se fustigan rigurosamente en señal de penitencia son capaces, a la hora de la verdad, de dar un paso adelante y dar la cara para manifestar y defender, si fuera menester, la Verdad del Crucificado?
Llegado a este punto el ermitaño se irguió, tomó un papel y un bolígrafo y escribió una nota que entregaría al discípulo en la primera ocasión, pero que en el fondo la dictaba para sí mismo:
“Querido amigo,
te sugiero que en este tiempo, y siempre, sigas el ejemplo magistral de María. Lucas dice en dos ocasiones “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc. 2, 19 y 51). A pesar del intenso dolor de madre al contemplar la pasión de su hijo, Ella – como escribiría años más tarde Pablo a su discípulo Timoteo (cfr. 2Tim. 1, 12) – sabía de quién se había fiado, y que Dios no defrauda a los que en Él han puesto su confianza.
Cuando este Viernes Santo escuches o participes en la proclamación de la Pasión del Señor, o contemples al Crucificado que llevado a hombros de los costaleros pase por delante de tu casa, siente pena y emociónate, pero no te desanimes, porque a los tres días lo encontrarás resucitado, más triunfante que el día de Ramos en Jerusalén y más resplandeciente que en el Tabor,  pues Él mismo había anunciado: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas,  ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Lc. 9, 22).

Amigo mío,
también nosotros, todos nosotros, tú y yo, tenemos en algún momento nuestra propia pasión: la oscuridad invade nuestra vida, parece que todo se desmorona, nuestros proyectos fracasan, la vida ya no tiene sentido. En esos momentos como María acudamos a la esperanza que albergamos en el corazón; después de la tormenta luce el sol, más allá del Calvario está el Tabor, después de la pasión y de la muerte hay la resurrección, si no es en este mundo será en el otro, pero al final la verdad brillará con todo su resplandor”.
El ermitaño guardó el folio y a media voz se puso a recitar el himno procesional:

“Como Jerusalén con su traje festivo,
vestida de palmeras, coronada de olivos,
viene la cristiandad en son de romería
a inaugurar la Pascua con himnos de alegría,
Ibas como va el sol a un ocaso de gloria;
cantaban ya tu muerte al cantar tu victoria.
Pero tú eres el Rey, el Señor, el Dios fuerte,
la Vida que renace del fondo de la muerte.
Tú, que amas a Israel y bendices sus cantos,
complácete en nosotros, el pueblo de los santos;
Dios de toda bondad, que acoges en tu seno
cuánto hay entre los hombres sencillamente bueno”.






lunes, 7 de marzo de 2016

Perdón para todos


Quinto Domingo de Cuaresma C

Evangelio según san Juan, 8, 1 - 11.
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
- Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
- El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.
Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
— Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?
Ella contestó:
— Ninguno, Señor.
Jesús dijo:
— Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.



- Maestro, dijo el discípulo al llegar adonde estaba el ermitaño, señalabas la última vez que existe un cierto paralelismo entre el mensaje evangélico del domingo pasado y el de éste, ¿me quieres hablar de ello?

- Si, te hablaré de ello, pero quisiera analizar en primer lugar la narración del encuentro de Jesús con la mujer adúltera.  Si se hace una lectura rápida de este texto puede parecer una broma. Unos señores pillan a una señora cometiendo adulterio, la cogen del brazo y la conducen a Jesús, para hacerle una pregunta y comprometerle.

Pido una vez más perdón a los exegetas y a los entendidos en la materia, pero voy a exponer mi interpretación de los hechos. Se trataba de un juicio en toda regla, un juicio sumarísimo; la Toráh  era clara (se trataba muy probablemente de un supuesto  descrito en Deut. 22, 20 – 21), solo necesitaba la firma de un Maestro de la Ley - Jesús lo era, y a continuación se procedía a la ejecución.

Es cierto que había una intención capciosa  al elegir a Jesús para presidir este tribunal. “¡A ver cómo se las apaña este para compaginar su doctrina de misericordia y de perdón con la obligación de dictar sentencia de muerte para esta pecadora!” Había además otra razón: los romanos habían reservado para sí las condenas a muerte quitando esta posibilidad al pueblo judío. Te acordarás del diálogo de Pilatos con  la chusma en el pretorio: “lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le dijeron: “no estamos autorizados para dar muerte a nadie” (Jn. 18, 31), por lo que esta situación es similar a la del tributo al César (Cfr. Mt. 22, 15 – 21): pretendían que Jesús se definiera o bien contra el pueblo judío o bien contra el poder romano.

Jesús preside ese maléfico tribunal y acepta la ley que le citan, dicta sentencia pero usando de sus prerrogativas pone una cláusula: “que lance la primera piedra el que esté libre de pecado”. E inclinando la cabeza escribía en el suelo. Cuando es consciente de que se han marchado todos se incorpora y pregunta a la mujer: “¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguna te ha condenado? “Ninguno, Señor”, respondió ella. Es importante subrayar que Jesús no ha trasgredido ni siquiera forzado la Ley. Desde el punto de vista judicial al marcharse todos los acusadores se da por retirada la acusación, por lo que ya no procede dictar sentencia. A partir de ahí Jesús se quita la toga de Juez y se pone el manto del Hijo del hombre para decirle con toda dulzura: “Yo no te condeno. Anda vete tranquila, y no peques más”.

Después de unos momentos de silencio interviene el discípulo:

- Maestro, ¿pero dónde está el paralelismo con la parábola del hijo pródigo que hemos leído el domingo pasado?

- No me había olvidado de la pregunta que me habías formulado. En la parábola del hijo pródigo decíamos que los dos hijos, cada cual a su manera, eran pecadores y a los dos  recogió el padre: al menor, pecador indiscutible, hambriento y humillado, y también al mayor, orgulloso y testarudo, incapaz de asimilar las palabras del profetas Oseas tantas veces repetidas por Jesús: “misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios y no holocaustos” (Os. 6, 6; ver también Mt. 9, 13 y 12, 7). También en la narración de la adúltera, todos son pecadores y necesitados del perdón: la mujer, evidentemente, pero también sus acusadores ya que ninguno de ellos estaba en disposición de tirar la primera piedra. A la mujer la perdonó: “yo no te condeno” le dijo, pero yo me atrevo a decir que a los demás también los trató con misericordia.

“Pero Jesús inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. … E inclinándose otra vez, siguió escribiendo”. Muchos se preguntan qué escribía Jesús. Sería interesantísimo conservar ese texto, ya que no consta en ningún otro pasaje palabras escritas por el Señor. Personalmente no doy tanta importancia a lo que escribía, sobre todo porque desconocemos el texto, incluso pienso que Jesús hacía algún dibujo o garabato sin más pretensiones literarias, simplemente inclinaba la cabeza y disimulaba para que los acusadores reaccionasen sin sentirse acusados y después pudiesen marcharse, avergonzados, sin sentirse juzgados. También a ellos los trató con misericordia.

- Maestro, continuó el discípulo, esto que has contado me sugiere aquel otro pasaje que dice: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros” (Lc. 6, 36 – 38).


- Amén, asintió el Maestro. Y los dos quedaron en silencio, mirando el horizonte, cada cual con sus pensamientos.