Solemnidad de Santa María, Madre de Dios.
Evangelio según san Lucas, 2, 16 -
21.
En aquel
tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y
encontraron a María y a José,
y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho
de aquel niño.
Todos los
que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba
todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Los
pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto
y oído; todo como les habían dicho.
Al
cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre
Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.
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“Lucero del alba,
luz de mi alma,
santa
María.
Virgen y Madre,
hija del Padre,
santa
María.
Flor del Espíritu,
Madre del Hijo,
santa
María.
Amor maternal
del Cristo total,
santa María.
Amén.
Hacía
frío, y en la cueva había mucha humedad. Se acostó de nuevo en su lecho,
constituido por un jergón de esparto y hierbas que él mismo había confeccionada
y que cada mañana sacaba fuera para que el aire lo ventilara y el sol lo
calentara, y se cubrió con su manta que alguien, ya no recordaba quién le había
regalado...
Como
sucedía con frecuencia tampoco aquella noche se durmió en seguida. Era el
momento más duro de la jornada: la oscuridad total y el silencio de la montaña
hacía que la soledad hiriera su corazón. Y se dejó llevar por la nostalgia.
Recordó las noches viejas pasadas en familia con sus padres hermanos y la
abuela, las uvas, los abrazos, los “Feliz Año” intercambiados y la botella de
sidra. También recordó experiencias vividas años más tarde, al cruzarse por la
calle con jóvenes y adultos trajeados de gala
vomitando en los rincones y la imagen que algunas señoras con abrigo de
visón o similar y tacón alto que no se tenían de pié. Y que, en algún caso, a
trompicones intentaban caminar descalzas.
Este
último recuerdo lo devolvió a la realidad. Un nuevo día se acercaba y con él un
nuevo Año. ¡Una nueva oportunidad! No iba a repetirse aquello tan baladí de”año
nuevo, vida nueva”, sino a pensar que cada día, cada año, cada minuto es un
regalo de Dios para seguir creciendo, caminando hacía el Padre, pero no solo y
a escondidas, sino dejando huellas profundas y un rastro bien visible para que
otros puedan seguirlo.
Hasta al
Maestro habían llegado comentarios de que iba a ser un año muy duro, de que
había muchas crisis no solo en el campo económico, sino que la propia sociedad
estaba en crisis; había perdido los valores que desde siglos la vertebraban y
los habían sustituido por otros que, por su vaciedad, se resquebrajaban arrastrando consigo todo el entramado que
soportaba la convivencia, la paz, la
justicia, la fraternidad y la solidaridad.
De nuevo
lo invadió una cierta tristeza hasta que surgieron en su mente aquella frase
que Lucas escribe hasta dos veces en su evangelio: “María conservaba todas
estas cosas en su corazón” (Lc. 2, 19 y 51).
En el fondo
lo acontecido en Belén de Judá, más allá de las circunstancias, era para María
(y José) motivo de alegría: el nacimiento de un niño, el saludo alegre de los pastores, la adoración y
regalos de los magos de Oriente, inclusive las profecías de Simeón y Ana
animaban, con alguna herida intercalada, el espíritu de una Madre. Es lícito
pensar que la angustia de María y José
al buscar al hijo que habían perdido se ve de alguna manera recompensada al
encontrarlo hablando y discutiendo de tú a tú con los
doctores de la ley en el templo.
Pero a
partir de aquel momento el silencio más absoluto. El Hijo del Misterio va
creciendo y no sucede nada. ¿Estaría acaso equivocada? ¿Lo suyo habían sido
puras alucinaciones? … y el tiempo va
pasando, hasta que un día las cosas parecen cambiar. Cuando tenía treinta años
– muy mayor para la época – Jesús abandona la casa paterna y se dedica a
predicar. ¿Será ahora cuando por fin se van a cumplir todas las profecías? Pues
no está muy claro. Es cierto que tiene un grupo de seguidores, pero la mayoría
de Israel con sus poderosos al frente lo detestan. Un día contempla como un grupo de
harapientos, facinerosos, de niños y adolescentes incontrolados lo introducen
en la Ciudad Santa proclamándolo rey y a los pocos días ve como recurre el
mismo camino hecho prisionero. Por último lo acompaña camino del calvario y lo
sostiene amorosamente en su larga agonía. ¿Tiene acaso la Madre algún motivo para esperar? ¿No
había sido todo una mentira o una ilusión? Pero María no se desmorona, sigue
confiando, porque a lo largo de todos esos años y en medio de esas vicisitudes
ella medita la promesa, es decir, todas esas palabras y secretos que guarda en
su corazón.
El año que
viene será malo, tus padres, tus hermanos, tus jefes, tus superiores te abandonarán,
algunos hasta, borrando tu nombre, pretenderán olvidar tu existencia, pero la
promesa que llevas en tu corazón es suficiente para animarte, para abrir tu
vida a la esperanza, para pensar, en definitiva, que será un año feliz y próspero.
El
Maestro recitó entonces aquella poesía
de Santa Teresa que tanto le gustaba:
Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda
la paciencia
todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta:
sólo Dios basta.
Eleva el pensamiento,
al cielo sube,
por nada te acongojes,
nada te turbe.
A Jesucristo sigue
con pecho grande,
y, venga lo que venga,
nada te espante.
¿Ves la gloria del mundo?
Es gloria vana;
nada tiene de estable,
todo se pasa.
Aspira a lo celeste,
que siempre dura;
fiel y rico en promesas,
Dios no se muda.
Ámala cual merece
Bondad inmensa;
pero no hay amor fino
sin la paciencia.
Confianza y fe viva
mantenga el alma,
que quien cree y espera
todo lo alcanza.
Del infierno acosado
aunque se viere,
burlará sus furores
quien a Dios tiene.
Vénganle desamparos,
cruces, desgracias;
siendo Dios su tesoro,
nada le falta.
Id, pues, bienes del mundo;
id, dichas vanas,
aunque todo lo pierda,
sólo Dios basta.
El
Maestro se dio media vuelta en su jergón, se ajustó un poco la manta y se
durmió.
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