Decimonoveno Domingo del tiempo ordinario – B
Evangelio según san Juan, 6, 41 - 52.
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús
porque había dicho:
«Yo soy el pan bajado del cielo», y decían:
— ¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No
conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo:
— No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo
atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está
escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios.” Todo el que
escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto
al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron
en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para
que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del
cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
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Aquella mañana de Agosto el Maestro estaba triste y
disgustado. El discípulo no estaba, y aunque había elegido libremente la vida
en soledad, las visitas en la mañana de cada domingo y algún encuentro
esporádico con el pastor que alguna vez pasaba con el rebaño por aquel paraje,
llenaban de luz y de vida aquel lugar. Tenía que reconocerlo: aquella ausencia
provocaba un sentimiento de tristeza.
Pero también estaba disgustado; le dolía aceptarlo,
pero estaba disgustado. El discípulo se
había acercado a mitad semana para informarle que no subiría los próximos tres
domingos, pues, habiendo ahorrado un dinerillo con trabajos extras en el campo
o en casa de algún vecino, se había trazado un plan de vacaciones: una semana
en Taizé (Francia) y otra semana o algo más, si se lo permitían, en el
monasterio de Bose (Italia). Pensó que era demasiado joven y inexperto para
estas experiencias y le dolió que hubiera organizado todo eso sin consultarle.
- ¿Sabes a lo que vas y te has organizado bien? le preguntó.
- ¿Sí, Maestro, he pedido consejo a gentes que han
hecho estas experiencias, he leído todo lo que he encontrado e, incluso, he
llamado por teléfono.
El Maestro calló. ¿Tenía celos de que el joven
bebiera del agua de otras fuentes?
Después de escuchar los detalles del programa que el joven le explicaba
y ver la alegría e ilusión que irradiaba de sus ojos y de sus palabras el
Maestro lo despidió diciendo:
- Que Dios te acompañe, abre tus ojos y tus oídos
para que puedas percibir toda la belleza de lo que veas y oigas y esté en tu
corazón para que ames todas las personas y los bienes que el Señor te vaya
poniendo en tu camino.
Le dio un abrazo y el joven se marchó corriendo como
casi siempre.
- ¡Qué lelo soy! – pensaba mientras lo veía alejarse
- ¡claro que está preparado para esto y para mucho más! Me estoy portando como algunos padres que
sobreprotegen a sus hijos, y nos les dejan crecer y volar a su aire. Entró en su
cueva y buscó entre los pocos libros que tenía “El profeta” de Gibran Khalil
Gibran, localizó el capítulo sobre los hijos que sabía casi de memoria y que
tantas veces, en otra época de su vida, había leído y comentado en reuniones de
padres:
“Y una mujer que sostenía un
niño contra su seno pidió: Háblanos de los niños.
Y él dijo:
Vuestros hijos no son hijos
vuestros.
Son los hijos y las hijas de
la vida, deseosa de sí misma.
Vienen a través vuestro,
pero no vienen de vosotros.
Y, aunque están con vosotros,
no os pertenecen.
Podéis darles vuestro amor,
pero no vuestros pensamientos.
Porque ellos tienen sus
propios pensamientos.
Podéis albergar sus cuerpos,
pero no sus almas.
Porque sus almas habitan en
la casa del mañana que vosotros no podéis visitar,
ni siquiera en sueños.
Podéis esforzaros en ser
como ellos, pero no busquéis el hacerlos como vosotros.
Porque la vida no retrocede
ni se entretiene con el ayer.
Vosotros sois el arco desde el
que vuestros hijos, como flechas vivientes,
son impulsados hacia
delante.
El Arquero ve el blanco en la senda del infinito
y os doblega con Su poder para que
Su flecha vaya veloz y lejana.
Dejad, alegremente, que la
mano del Arquero os doblegue.
Porque, así como Él ama la flecha que vuela,
así ama también el arco, que es estable.
Estaba
el Maestro sumergido en estos pensamientos cuando se dio cuenta de que estaba
divagando demasiado. La vida continúa y, de estar allí, el discípulo estaría
preocupado y le hubiera dicho:
- ¿Qué te
pasa, Maestro, te veo triste. ?Por qué no me hablas del evangelio de este
domingo?
Entonces
empezó a hablar en voz baja:
- Como
te hecho los últimos domingos estamos
proclamando el capítulo 6 del evangelio de Juan: la multiplicación de los panes
y de los peces y la catequesis sobre la Eucaristía. El tema es muy reiterativo,
por eso me voy a fijar solo en un detalle, que como te he dicho otras veces no
es, ni mucho menos, el más importante.
“¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a
su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” Efectivamente esas personas
tenían dos obstáculos para creer en las palabras de Jesús:
A – Lo conocían – o creían conocerlo – bien: sus orígenes, su padre, su madre
y hasta el número de su carnet de identidad, y como dice Jesús en otra ocasión:
“en verdad os digo que ningún profeta es
aceptado en su pueblo” (Lc. 4, 24). Aceptamos que haya personas
extraordinarias, santas, valientes pero muy lejos de nosotros, envueltas en cierta
neblina, porque se están a nuestro lado solo vemos sus partes oscuras o se las
criamos porque no consentimos que nadie a nuestro alrededor nos eclipse.
B –
Porque tenían el corazón cerrado a cal y canto. Esteban, el protomártir, los
definía muy bien cuando en el alegato de su defensa ante el sanedrín presidido
por el sumo sacerdote decía: “¡Duros de
cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros siempre resistís al
Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres” (Hch. 7, 51). Los milagros de Jesús, y la Eucaristía, “el pan que yo daré es mi carne por la vida
del mundo”, que es el milagro que sigue realizando cada día, entran el
campo del misterio y de lo sobrenatural. Es cierto que a los ojos del hombre
pueda parecer extraño que Jesús nos dé a comer su carne, pero muy posible a los
ojos de la fe, solo hay que abrir el corazón al misterio de Dios. Por eso gritó
“Si
no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me
creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está
en mi, y yo en el Padre” (Jn. 10,
37-38). Jesús había dado pruebas evidentes de que no era un charlatán de feria,
sino el Enviado del Padre para darnos la Vida y por consiguiente utilizaría – y
sigue utilizando – todos los medios para que participemos de esa vida. Jesús lo
había explicado con toda claridad a Nicodemo: “porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que
todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16).
En definitiva, querido amigo, si vemos las palabras de Jesús exclusivamente con ojos humanos, no solo es duro sino
imposible de roer, pero si las analizamos desde el Amor de Dios sobradamente
demostrado, resulta fácil de entender y alentador en nuestro caminar.
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