sábado, 1 de febrero de 2014

LUZ PARA LAS NACIONES


FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
2 de Febrero


Evangelio según san Lucas,  2,  22 – 40.


Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor»”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.  Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.  Impulsado por el Espíritu, fue al templo.

Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

- “Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz. 
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.

Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:

- “Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones.  Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser.  Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.  Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.

El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.



- Es la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo a los cuarenta días de su nacimiento y también  el memorial de la liturgia de la Purificación de la Virgen María.

- Pero, ¿eran verdaderamente necesarios, en el caso de Jesús y de María, la celebración de estos rituales? Preguntó el discípulo.

- Has tirado directamente a puerta o, si prefieres, has ido directamente al grano, y si tengo que ser igual de escueto en la respuesta te diré, “no era en absoluto necesario ni el uno ni el otro de los ritos: Jesús era – y es – el Hijo de Dios y no existe mayor consagración que esta y la Virgen María no conoció ninguna impureza ni siquiera en su propia concepción y mucho menos al concebir y al alumbrar al Hijo ünico de Dios, por lo que, repito ni Jesús debía ser consagrado al Señor ni María necesitaba ninguna purificación.

- ¿Entonces, Maestro?

- ¿Acaso puedes encontrar algúna respuesta lógica en el misterio de la salvación? ¿Acaso tiene lógica que el Verbo que habitaba en seno del Padre desde el principios de los tiempos un día se hiciera carne y viniera a habitar entre nosotros y que, además, viniendo a su casa, los suyos no le recibieran? (cfr. Jn. 1, 1 – 18).

Todo esto hay que verlo desde dos perspectivas: perspectiva general y perspectiva particular.

Perpectiva general. Desde  el inicio de su existencia como ser libre e independiente el hombre andaba perdido y Dios, por iniciativa suya – pura gratuidad – salió a su encuentro no para reconducirlo a Dios, sino para enseñarle el camino del regreso. Y, como todos sabemos, le costó muy caro pues “ presentándose como simple hombre, se abajó, obedeciendo hasta la muerte, y muerte en cruz” (Fil. 2, 7 – 8) ¿y todo esto, por qué? Por Amor, y el amor no entiende de lógicas ni de intereses, de ganancias ni de pérdidas, o como dice San Pablo : “el amor … disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites” (1Cor. 13, 7).

Perspectiva particular. ¿Por qué se sometieron Jesús y María a estos rituales? Hay que tener en cuenta la afirmación de Jesús: “No creáis que he venido a abolir a Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt. 5, 17). Por eso Jesús era un judío observante y cumplidor de la Ley de Moisés: iba a la sinagoga los sábados  (Cfr. Lc. 4, 16), subía a Jerusalén a celebrar la Pascua (Cfr., p. ej. Jn. 2, 13), y hasta pagaba el impuesto de las dos dracmas al templo, aunque esto lo hiciera con cierta sorna y para que no se escandalizaran los demás (cfr. Mt. 17, 24 – 27). Obedecía a la Ley cuando era positiva o indiferente. No obstante la sacó de su literalidad – cosa que todavía hoy anima a muchos judíos – y la llevó a otro nivel en el sermón de la montaña cuanto enseñó: ”habéis oído que se dijo … pero yo os digo…” (Cfr. Mt. 5, 21 – 48) y la elevó a su plenitud en la última cena cuando “sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1) y después de haber lavado los pies a sus discípulos en un gesto de humilde servicio les manifestó: “os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn. 13, 34 – 35).

- Resumiendo, Maestro …


- Resumiendo yo diría que, si bien Jesús y María no estaban necesitados de estos ritos que hoy celebramos lo hicieron por obediencia a la voluntad misteriosa del Padre; en el programa del Mesías no estaba una ruptura o enfrentamiento con el pueblo judío y su Ley, sino, desde dentro, llevar esa Ley, anquilosada por los años y por las muchas y no siempre desinteresadas interpretaciones, a la plenitud del Amor en la Libertad.