XXVII Domingo del Tiempo ordinario A.
Cómo cada mañana el discípulo, muy pronto se acercó a
la cueva del maestro para rezar juntos la oración matutina y compartir con él
el evangelio del día.
Después del ritual saludo de “buenos días”, y sin
mediar ningún espacio de silencio dice el discípulo:
- Maestro hoy
tenemos la parábola de los viñadores homicidas. Es muy fácil de entender y de
explicar.
- Adelante, soy todo oídos para escuchar tu interpretación.
Pues el propietario que sembró una viña es el Creador
que con mucho cariño creó el mundo entero lleno de cosas maravillosas y lo
confió al hombre para que lo disfrutara. Pero con especial atención creó un
jardín donde manaba leche y miel y lo confió a un pueblo elegido, revelándole
además el secreto de su existencia y de su predilección. De vez en cuando le
enviaba algunos personajes para percibir los frutos debidos.
Entiendo que no se trata de frutos de la tierra, como
grano, corderos o vino, sino frutos de pleitesía, reverencia y agradecimiento.
Pero como el hombre en general también este pequeño
pueblo se había hecho el amo del mundo; no reconocía la potestad de Dios,
pretendía ignorarlo y anularlo de la faz de la tierra. De esta manera y a través
de la historia antigua fue maltratando a los enviados, sobre todo a los
profetas.
Al llegar el momento cumbre de la historia, el Padre
toma una trascendental decisión: enviar a su Hijo al mundo para reconducir este
pueblo a la sensatez.
Jesús es consciente
de que se trata de una tarea muy difícil, y llega a exclamar: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los
profetas y apedreas a quienes te han
sido enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne
a los polluelos bajo sus alas, y no habéis querido” (Mt. 23, 37).
El Padre en sus designios tiene tomada otra
determinación: que manifieste el secreto
de su existencia – y de su amor – a todos los hombres sin excepción re raza,
color o clase social, formando así un nuevo Pueblo – la Iglesia – con todos
aquellos que crean en este misterio.
El soporte de este nuevo pueblo, no será la raza ni la
sangre, sino la fe en el Señor Jesús que será la piedra angular de este nuevo
edificio.
Cabe añadir que mataron al Hijo, pero precisamente con
su muerte y posterior resurrección inició el último y definitivo capítulo de la
Historia.
El Maestro con las manos metidas en las mangas y la
cabeza baja escuchaba al discípulo en su explicación. Cuando acabó de hablar el
discípulo esperaba una palabra o un gesto de aprobación, pero el Maestro siguió
inmóvil. Con tristeza y un tanto decepcionada exclamó:
- Maestro, he terminado. No me has escuchado, ¿verdad?
-
Si, amigo mío, te he escuchado, y estoy de acuerdo con tu interpretación; me
parece bien elaborada, y veo que te esfuerzas en la lectura de la Palabra.
También es cierto que Jesús es el mejor de los catequistas y que, sobre todo
con sus parábolas, partiendo de la experiencia de sus oyentes enseña con mucha
claridad.
-¡Maestro!
- Dime.
Yo he hablado de la parábola que leeremos en la misa
de hoy, pero tú sueles ir un poco más lejos, siempre encuentras algo diferente.
- No sé si es ir más lejos o encontrar algo diferente,
pero llamo tu atención sobre un detalle: el narrador es Jesús y en algún
momento se identifica con el Padre, de manera muy especial cuando dice: “cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará
con aquellos labradores?” Le contestan – se supone que todos – “Hará morir de mala muerte a esos malvados y
arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo”.
Jesús no
contestó a esta propuesta. Algunos podrán decir que estaba de acuerdo, y que
“quien calla, otorga”, etc., pero yo no
lo creo, y viendo después la actitud de Jesús en su pasión resulta evidente
que no asumía esta condena. Si seguimos atentamente las enseñanzas del Señor vemos que reiteradamente se niega a
juzgar y mucho menos a condenar. Algunos ejemplos:
* Cuando se encuentra con Nicodemo exclama: “ Dios no envió su Hijo al mundo para juzgar
al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn. 3, 17).
* al final de su predicación cuando está en el templo
y es consciente de que todo llega a su fin de nuevo exclama: “Al que oiga mis palabras y no las cumpla,
yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al
mundo (Jn. 12, 47).
* Cuando los mandamases del templo lo nombran juez
para que, en un juicio sumarísimo condenara a una mujer adúltera, Él termina su
actuación diciendo: “yo tampoco te
condeno” (Jn. 8, 11).
Al terminar de hablar se quedaron mirando y el
discípulo hizo un gesto con la cabeza como diciendo: ( … ¿ y? ).
-
¿Puedo hacer una pregunta retórica?
- Sí, Maestro, haga todas las preguntas que quieras.
Me gustaría preguntar a la Iglesia: “¿Con quién estás?
¿con la chusma, siempre dispuesta a condenar, o con Jesús de parte de los
condenados? Al fin y al cabo Él mismo fue condenado
No hay comentarios:
Publicar un comentario