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Domingo del Tiempo Ordinario A
Evangelio según san
Mateo, 22, 34 - 40.
En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús habla hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba:
- Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la
Ley?
Él le dijo:
- “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.” Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: "Amarás
a tu prójimo como a ti mismo."Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas. |
- De hecho ya has empezado tú, pero antes de nada: buenos días amigo mío.
- Buenos días, Maestro. Es que ayer fui a visitar a mi
abuelo que tiene más de noventa años, creo que está llegando a los cien y que
no recuerda lo que cenó la noche
anterior, ni acierta nunca con los nombres de sus nietos, pero que tiene
presente y con mucha frescura lo que vivió en su infancia.
El discípulo seguía hablando sin parar ante el asombro
del maestro que no se había habituado todavía a la cada vez más audaz verborrea
del discípulo.
Pues como decía – seguía el discípulo – ayer fui a
visitar a mi abuelo y se puso a contar
como le enseñaron el catecismo, y a continuación empezó a canturrear (y el
discípulo cantaba tal como había escuchado al abuelo):
Los mandamientos de la Ley de Dios son diez, a saber: El primero, amarás a Dios sobre todas las cosas.
El segundo, no tomarás el nombre de Dios en vano.
El tercero, santificarás las fiestas.
El cuarto, honrarás a tu padre y a tu madre.
El quinto, no matarás.
El sexto, no cometerás actos impuros.
El séptimo, no robarás.
El octavo, no dirás falso testimonio ni mentirás.
El noveno, no consentirás pensamientos ni deseos impuros.
El décimo, no codiciarás los bienes ajenos.
Estos diez mandamientos se resumen en dos que son: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.
- Antes – intervino el Maestro – se aprendía así el
catecismo y la mayoría de los temas escolares y no era un mal método, pues se
grababa en las mentes infantiles, como si de un CD virgen se tratara, los
conceptos y definiciones y por delante
toda una vida para rumiarlos, digerirlos y asimilarlos.
- ¡Ya, Maestro! pero a mí lo que me impactó es que lo
que cantó mi abuelo coincide casi literalmente con el evangelio de hoy.
- Nada hay nuevo bajo el sol.
Siguió un largo silencio. En ánimo del discípulo fue
pasando de la euforia a la incomodidad, de la incomodidad a la tristeza, y por
fin a un profundo sentido de culpa, pues dedujo que el Maestro estaba enfadado
por haber hablado demasiado y a destiempo.
Al final con la voz entrecortada y lágrimas en los
ojos – el Maestro no las vio, pero las intuyó – dijo:
- Perdona, Maestro, me gusta mucho hablar y me paso,
todavía no he aprendido a escuchar el silencio. Por favor háblame del evangelio
de hoy. Yo escucharé sin rechistar.
- No te preocupes, amigo mío, cuando calles tú,
gritarán las piedras de esta montaña. Por unos momentos reviví aquellos años,
ya lejanos, en que sentados en corro en el colegio también yo cantaba todas
esas cosas que recuerda tu abuelo. Pero dejemos las nostalgias y vamos al
evangelio de hoy.
Seguimos la dinámica del domingo pasado. Un grupo de
fariseos y herodianos, bien adiestrados y probablemente engrasados por los
poderes fácticos, algo así como los “indignados” de hoy, seguían a Jesús para
ponerlo a prueba, hacerlo caer en alguna contradicción y, sobre todo, reventar
sus predicaciones.
La pregunta es muy simplicista porque todo niño judío
cuando empezaba a balbucear la palabra “abba” (padre) empezaba a memorizar el Shemá : “Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás,
pues, al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deut. 6, 4 – 5) y el texto sigue: “Estas palabras que yo te
mando hoy estarán en tu corazón,, se las repetirás a tus hijos, y hablarás de
ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu
muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las
jambas de tu casa y en los tus portales” (Deut. 6, 6 – 9). Era, por consiguiente, una pregunta capciosa,
provocadora y humillante. Preguntar a un
Maestro – como tal lo reconoce hasta el interpelante que, para más INRI, era
doctor de la Ley – cuál era el mandamiento principal era algo así como
preguntar a Einstein cuantos son “2 x
2”.
Pero Jesús no se inmuta y aprovecha la ocasión para
hacer su gran oferta: DOS por UNO. Le
preguntan cuál es el mandamiento principal de la Ley y el contesta con el
shemá: “Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”, pero fíjate que a renglón
seguido continua: “Este mandamiento es el
principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás al prójimo como a ti
mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas”.
- Pues eso, como cantaba mi abuelo: “estos diez
mandamientos se resumen en dos que son …”
- Como cantaba tu abuelo – interrumpió el Maestro – y
como cantábamos todos los que somos “de antes” y ¡ojalá! los niños de hoy
grabasen en sus mentes los mandamientos como los grabábamos nosotros y, por
supuesto, los grababan y siguen grabando todavía hoy los niños judíos
creyentes.
Estos dos mandamientos sancionados por Jesús, son como
las dos caras de una misma moneda. Son complementarios, el uno da validez al
otro. ¿Tendría valor legal una moneda que estuviera acuñada solo en su anverso
o solo en su reverso? Seguramente que no. Asimismo sería enfermizo y estéril un
amor a Dios que no se refleje de alguna manera en los hermanos, como dice el Apóstol Juan: “Si alguno dice: “Amo a Dios” y aborrece a
su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no
puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento:
quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1ªJn. 4, 20 – 21). Cierto que el amor a los hermanos tiene
manifestaciones distintas según las circunstancias y vocación de cada uno. No
se manifiesta de la misma manera un padre o madre de familia, un religioso o
religiosa en un suburbio, entre enfermos, etc., un ermitaño o un monje o monja
de clausura. Pero eso sí, para que su amor a Dios sea auténtico y fructífero
tiene que abrazar también a la humanidad.
De alguna manera los
ateos, agnósticos y otros que dicen no conocer a Dios pero que aman a
los hermanos, entregándose a ellos con total altruismo, generosidad, sin
esperar nada a cambio, están, aún sin saberlo, amando a Dios, y no consigo ni
imaginar la cara de estupor que pondrán cuando aquel día el Juez, señalándoles con el dedo diga
sonriente: “…Venid, vosotros, benditos de
mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.
Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve
desnudo y me vestisteis, enfermo y visitasteis, en la cárcel y vinisteis a
verme” (Mt. 25, 34 – 36). Me atrevo
- y es mucho atrevimiento – a decir que estos tales estarán tan
sorprendidos que ni siquiera le harán las preguntas que manda el protocolo: “Señor, cuándo te vimos con hambre y te
alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te
hospedamos o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y
fuimos a verte?” (Mt. 25 37 – 39). Más contentos que unas castañuelas
echarán a correr a tomar posesión de su lugar en el Grande Circo del Cielo.
Cosa muy diferente son los llamados “filántropos” y “mecenas”.
No critico sus aportaciones que a veces redundan directa o indirectamente en
bien para los hombres, pero estos tales buscan otras recompensas: alabanzas, un
monumento que eternice su memoria, la dedicación de una calle, que se hable de
ellos en los libros de historia, etc.
El Maestro miró de reojo. El discípulo estaba
inclinado hacia delante, la capucha que le cubría la cabeza, le tapaba también
parte de la cara. Su respiración era pausada. Estaba durmiendo.
El
Maestro se alegró. Sus palabras habían servido, cuanto menos, como somnífero
para su joven amigo, y dio gracias a Dios.
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