Domingo de Pascua B
Evangelio según san Marcos 16, 1 - 7.
Pasado el sábado, María Magdalena, María la de
Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy
temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro. Y
se decían unas a otras:
— ¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del
sepulcro?
Al mirar, vieron que la piedra estaba corrida, y
eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a
la derecha, vestido de blanco. Y se asustaron. El les dijo:
— No os
asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha
resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron.
Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va
por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo.
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Era
la mañana de Pascua. El maestro salió a los primeros rayos del sol, y
contemplaba el cielo azul; delante el valle, en fondo las montañas, y a su lado
el pequeño huerto cultivado con sus manos; los frutales estaban en flor, y
también los rosales y las margaritas. A lo lejos, suave murmullo de las aguas
que en el riachuelo se deslizaban acariciando las piedras que, juguetonas, pretendían
dificultar su curso. ¡Todo era bello
aquella mañana!
No lo entendemos, pero lo creemos y lo creemos con grande alegría, porque la resurrección de Cristo nos inyecta una nueva savia que transforma nuestras vidas.
Es
lamentable que hoy, como tantas otras veces a lo largo de la historia, algunos
intenten explicar lo inexplicable hablando de lo físico, lo empírico, lo
temporal y lo atemporal de la resurrección y otros condenen a los que intentan
explicar lo inexplicable. ¡Con lo sencillo que resulta disfrutar del don
gratuito de la pascua; dejarnos imbuir de la savia nueva y disfrutar del azul
del sol, del verde de los valles, del murmullo de las aguas, de las flores del
campo!
Después
de estas reflexiones el Maestro se puso a recitar la “sequentia paschalis”
lentamente, pausadamente, saboreando cada estrofa, cada verso, cada palabra.
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