Solemnidad
de Pentecostés B
Evangelio según
san Juan 20, 19 - 23.
Al
anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos
en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró
Jesús, se puso en medio y les dijo:
—
Paz a vosotros.
Y,
diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
—
Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y,
dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
— Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
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- Buenos días, Maestro, Hoy es Pentecostés.
- Buenos días amigo mío. Gracias por la información,
pero ya lo sabía.
El discípulo calló y agachó la cabeza; era evidente
que la respuesta del Maestro le había herido. A su vez el ermitaño se dio
cuenta que había sido demasiado cínico con su joven amigo. Era cierto que el
chico era un tanto impulsivo, pero tenía mérito que cada domingo y algunos días
más, hiciera el tiempo que hiciera, subiera de madrugada a la montaña para compartir unas horas con el Maestro,
escuchar su palabra y rezar juntos laudes. El Maestro decidió romper el hielo y
tender la mano a su discípulo.
- Bueno, pues háblame tú de Pentecostés.
- No, Maestro, yo solo tengo alguna pregunta.
- Pues, adelante con la pregunta.
- ¿Es Pentecostés el acontecimiento de mayor calado del
Nuevo Testamento?
- Es una pregunta de difícil contestación. Los
acontecimientos del Nuevo Testamento son hechos concadenados. Así la Pascua de
Resurrección – de la que hablaré después - no existiría si no hubiera
acontecido la Navidad y esta si no hubiera precedido la Encarnación.
De todas maneras y sin lugar a dudas el
acontecimiento cumbre de la Historia de la Salvación que marca un antes y un
después es la Resurrección de Cristo en la mañana de la Pascua. Es el inicio
del Nuevo Tiempo. Ahora bien, ese acontecimiento hubiera quedado en la memoria
de unos cuantos, que lo hubieran transmitido a sus hijos y nietos y con el
tiempo hubiera degenerado en una leyenda y en uno más de los tantos mitos que
pululan la historia.
Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, narrada
en las lecturas de la liturgia de hoy, es el motor de propulsión que lanza el
espíritu del cenáculo a los cinco continentes y hace que la experiencia del
Resucitado vivida por un pequeño grupo de testigos sea percibida por toda la
humanidad. Desde esta óptica Pentecostés marca la vocación misionera de la
Iglesia.
Cuando llega esta solemnidad mis pensamientos suelen
ir por otros derroteros un tanto tangenciales y me formulo una pregunta: ¿por
qué o para qué estaba María, la Madre de Jesús en el Cenáculo el día de
Pentecostés?
- ¿Es seguro, Maestro, que la Virgen María estuviera
presente?
- Pues me atrevo a decir que sí. En el libro de los
Hechos, 1, 14 se lee: “Todos ellos (los
Apóstoles) perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y
María, la madre de Jesús, y sus hermanos”; y un poco más adelante, al
inicio del capítulo 2, cuando narra la venida del Espíritu Santo se lee: “Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban
todos juntos en el mismo lugar…”. ¿Quiénes eran esos “todos” que
estaban juntos? Evidentemente los mismos
que perseveraban unánimes en la oración.
Entonces reformulo la pregunta: ¿por qué o para qué estaba María en el Cenáculo
el día de Pentecostés? Y me planteo
algunas hipótesis:
1ª - porque, como los demás, estaba asustada,
temblando de miedo y, como los demás, escondida de la ira de los judíos.
No me convence, y contesto con dos preguntas: ¿puede
sentir miedo la mujer que en el momento más duro de la pasión y desafiando a
los poderosos permanecía de pié junto a la cruz animando a su hijo? ¿puede
tener miedo a perder su vida la mujer a la que acaban de arrebatar y de manera
tan atroz el único motivo de su existencia: su único hijo?;
2ª - porque, como los demás, necesitaba la fuerza
del Espíritu Santo para llevar a término su misión.
No me convence. Ella, antes que nadie había recibido
la plenitud del Espíritu en el momento de la Encarnación: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá
con su sombra” (Lc. 1, 35). No creo
que necesitaba un Pentecostés la mujer que elegida por el Altísimo, y por la
acción del Espíritu había ofrecido su humanidad para que Dios se hiciese
Hombre.
¿Entonces?
Pues porque aquellos hombres, aparentemente muy
fuertes y valientes, pero en realidad débiles
y cobardes necesitaban la presencia serena y alentadora de un corazón de mujer
y de madre. La Iglesia tardó casi veinte siglos en proclamar a María Madre de
la Iglesia (fue en el Concilio Vaticano II el día 21 de Noviembre de 1964),
pero ella actuó como tal desde el principio. De los labios de Jesús, clavado en
la cruz, escuchó aquellas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y como si del
mas valioso testamento se tratara lo puso inmediatamente en práctica. Allí
estaba ella en el cenáculo, como Madre, para infundir en los corazones de los
apóstoles y demás presentes, la fe, la serenidad y la confianza necesarias para
seguir esperando acontecimientos importantes, cuando tenían la sensación de que
todo había acabado.
Después de un largo silencio armonizado como siempre
por el alegre cantar de los pájaros, intervino el discípulo:
- Maestro, ¿rezamos laudes?
- Si, amigo mío, pero, si te
parece, antes recitemos muy lentamente la “Sequentia” propia de esta
solemnidad.
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