Vigésimo tercer Domingo del tiempo ordinario B
Aquella mañana, hechos los saludos de rigor se
sentaron los dos, Maestro y discípulo, en los lugares de costumbre.
- Se nota que ha refrescado el tiempo, dijo el
Maestro para dar inicio a la conversación.
- Aquí y parado se nota un cierto aire fresco, dijo
el discípulo, pero de camino y, además corriendo, la temperatura resulta muy
agradable.
El Maestro calló, no se le ocurría ningún otro comentario,
y tampoco pretendía hacer preguntas que pudieran
resultar embarazosas. El joven comprendió que le tocaba a él “mover ficha” y
decidió ir directamente al grano.
- Maestro el evangelio de este domingo me parece muy
llano.
- ¿Qué quieres decir cuando afirmas que es muy
llano?
- Pues que tiene poco recurrido. Para los que
conocemos la vida y milagros de Jesús y ya no tenemos capacidad de
sorprendernos, este es un milagro más. Jesús cura un sordomudo. La gente le
sugiere un ritual: que le imponga las manos, pero Jesús prefiere otro gesto,
siempre de contacto, pero más visual, tocándole los oídos para que pueda oír y
la lengua para que pueda hablar. También
resulta obvia la reacción de la gente: “Todo
lo ha hecho bien”.
- Tú lo has dicho: hemos perdido
la capacidad de sorprendernos. Quedamos maravillados ante cualquier proeza
humana, de mayor o menor significancia,
e impasibles ante los milagros de Dios, realizados por Jesús en el
evangelio o en la creación a lo largo de la historia.
De todas maneras aquí también es aplicable aquellas
palabras del Señor: “un escriba que se ha
hecho discípulo del reino de los cielos es como un padres de familia que va
sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo” (Mt. 13, 52). Aunque expresado
así quizás no resulte muy claro lo que pretende decir, pretende afirmar que la
Palabra de Dios siempre es rica en contenido: hay enseñanzas muy evidentes y
muy clásicas, pero, además, si profundizas siempre encontrarás algo nuevo. Yo,
con tu permiso, haría otro símil: la palabra de Dios es como un pozo
inagotable, aunque en ocasiones haya que soltar mucha cuerda y dejar que el
cubo vaya muy hondo, con la seguridad de que cuanto más hondo se vaya, más
fresca será el agua.
El Maestro calló y se hizo un largo silencio. Al
discípulo le había gustado la explicación, pero le faltaba algo, le sabía a
poco. Entonces se decidió a preguntar:
- Maestro, ¿y cuál sería lo nuevo en lo de hoy?
- Buena pregunta, amigo mío, y difícil de contestar.
Además piensa que lo que para uno es nuevo, a lo mejor otros lo han visto hace
siglos, lo que no quita que para él sea una auténtica novedad, un
descubrimiento. Yo hoy me fijaría en la siguiente frase: “y le piden que le imponga las manos”. Es cierto que Dios interviene por propia
iniciativa en nuestras vidas probablemente muchas más veces de las que nos
imaginamos, pero le gusta que se lo pidamos. Repasa los milagros evangélicos y
verás como la casi totalidad van precedidos de una petición directa o
indirecta. Él mismo había dicho: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá,
porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le
abre” (Mt. 7, 7). Un amigo mío hace años me comentaba: Dios es como aquel
maestro que sale al patio a distribuir la merienda; lleva pasteles y hay para
todos. Para cogerlos solo tienes que ponerte en fila, pero hay que ponerse
en fila.
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