miércoles, 22 de octubre de 2014

DOS por UNO


XXX Domingo del Tiempo Ordinario A

Evangelio según san Mateo, 22, 34 - 40.




En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús habla hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba:

- Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Él le dijo:
  - “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.” Este mandamiento es el principal y primero.  El segundo es semejante a él: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo."

Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.

 - Maestro, Maestro, ¿puedo empezar yo esta mañana?

- De hecho ya has empezado tú, pero antes de nada: buenos días amigo mío.

- Buenos días, Maestro. Es que ayer fui a visitar a mi abuelo que tiene más de noventa años, creo que está llegando a los cien y que no recuerda lo que cenó  la noche anterior, ni acierta nunca con los nombres de sus nietos, pero que tiene presente y con mucha frescura lo que vivió en su infancia.
El discípulo seguía hablando sin parar ante el asombro del maestro que no se había habituado todavía a la cada vez más audaz verborrea del discípulo.

Pues como decía – seguía el discípulo – ayer fui a visitar a mi abuelo  y se puso a contar como le enseñaron el catecismo, y a continuación empezó a canturrear (y el discípulo cantaba tal como había escuchado al abuelo):
Los mandamientos de la Ley de Dios son diez, a saber:

El primero, amarás a Dios sobre todas las cosas.
El segundo, no tomarás el nombre de Dios en vano.
El tercero, santificarás las fiestas.
El cuarto, honrarás a tu padre y a tu madre.
El quinto, no matarás.
El sexto, no cometerás actos impuros.
El séptimo, no robarás.
El octavo, no dirás falso testimonio ni mentirás.
El noveno, no consentirás pensamientos ni deseos impuros.
El décimo, no codiciarás los bienes ajenos.

Estos diez mandamientos se resumen en dos que son: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

- Antes – intervino el Maestro – se aprendía así el catecismo y la mayoría de los temas escolares y no era un mal método, pues se grababa en las mentes infantiles, como si de un CD virgen se tratara, los conceptos y definiciones y por delante  toda una vida para rumiarlos, digerirlos y asimilarlos.
- ¡Ya, Maestro! pero a mí lo que me impactó es que lo que cantó mi abuelo coincide casi literalmente con el evangelio de hoy.

- Nada hay nuevo bajo el sol.
Siguió un largo silencio. En ánimo del discípulo fue pasando de la euforia a la incomodidad, de la incomodidad a la tristeza, y por fin a un profundo sentido de culpa, pues dedujo que el Maestro estaba enfadado por haber hablado demasiado y a destiempo.

Al final con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos – el Maestro no las vio, pero las intuyó – dijo:
- Perdona, Maestro, me gusta mucho hablar y me paso, todavía no he aprendido a escuchar el silencio. Por favor háblame del evangelio de hoy. Yo escucharé sin rechistar.

- No te preocupes, amigo mío, cuando calles tú, gritarán las piedras de esta montaña. Por unos momentos reviví aquellos años, ya lejanos, en que sentados en corro en el colegio también yo cantaba todas esas cosas que recuerda tu abuelo. Pero dejemos las nostalgias y vamos al evangelio de hoy.
Seguimos la dinámica del domingo pasado. Un grupo de fariseos y herodianos, bien adiestrados y probablemente engrasados por los poderes fácticos, algo así como los “indignados” de hoy, seguían a Jesús para ponerlo a prueba, hacerlo caer en alguna contradicción y, sobre todo, reventar sus predicaciones.

La pregunta es muy simplicista porque todo niño judío cuando empezaba a balbucear la palabra “abba” (padre) empezaba a memorizar  el Shemá : “Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios,  con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deut. 6, 4 – 5)  y el texto sigue: “Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón,, se las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en los tus portales” (Deut. 6, 6 – 9).  Era, por consiguiente, una pregunta capciosa, provocadora y humillante.  Preguntar a un Maestro – como tal lo reconoce hasta el interpelante que, para más INRI, era doctor de la Ley – cuál era el mandamiento principal era algo así como preguntar a Einstein  cuantos son “2 x 2”.
Pero Jesús no se inmuta y aprovecha la ocasión para hacer su gran oferta: DOS por UNO.  Le preguntan cuál es el mandamiento principal de la Ley y el contesta con el shemá: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”, pero fíjate que a renglón seguido continua: “Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas”.

- Pues eso, como cantaba mi abuelo: “estos diez mandamientos se resumen en dos que son …”
- Como cantaba tu abuelo – interrumpió el Maestro – y como cantábamos todos los que somos “de antes” y ¡ojalá! los niños de hoy grabasen en sus mentes los mandamientos como los grabábamos nosotros y, por supuesto, los grababan y siguen grabando todavía hoy los niños judíos creyentes.

Estos dos mandamientos sancionados por Jesús, son como las dos caras de una misma moneda. Son complementarios, el uno da validez al otro. ¿Tendría valor legal una moneda que estuviera acuñada solo en su anverso o solo en su reverso? Seguramente que no. Asimismo sería enfermizo y estéril un amor a Dios que no se refleje de alguna manera en los hermanos,  como dice el Apóstol Juan: “Si alguno dice: “Amo a Dios” y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1ªJn. 4, 20 – 21).  Cierto que el amor a los hermanos tiene manifestaciones distintas según las circunstancias y vocación de cada uno. No se manifiesta de la misma manera un padre o madre de familia, un religioso o religiosa en un suburbio, entre enfermos, etc., un ermitaño o un monje o monja de clausura. Pero eso sí, para que su amor a Dios sea auténtico y fructífero tiene que abrazar también a la humanidad.
De alguna manera los  ateos, agnósticos y otros que dicen no conocer a Dios pero que aman a los hermanos, entregándose a ellos con total altruismo, generosidad, sin esperar nada a cambio, están, aún sin saberlo, amando a Dios, y no consigo ni imaginar la cara de estupor que pondrán cuando aquel día  el Juez, señalándoles con el dedo diga sonriente: “…Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber,  fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt. 25, 34 – 36). Me atrevo  - y es mucho atrevimiento – a decir que estos tales estarán tan sorprendidos que ni siquiera le harán las preguntas que manda el protocolo: “Señor, cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” (Mt. 25 37 – 39). Más contentos que unas castañuelas echarán a correr a tomar posesión de su lugar en el Grande Circo del Cielo.

Cosa muy diferente son los llamados “filántropos” y “mecenas”. No critico sus aportaciones que a veces redundan directa o indirectamente en bien para los hombres, pero estos tales buscan otras recompensas: alabanzas, un monumento que eternice su memoria, la dedicación de una calle, que se hable de ellos en los libros de historia, etc.
El Maestro miró de reojo. El discípulo estaba inclinado hacia delante, la capucha que le cubría la cabeza, le tapaba también parte de la cara. Su respiración era pausada. Estaba durmiendo.

El Maestro se alegró. Sus palabras habían servido, cuanto menos, como somnífero para su joven amigo, y dio gracias a Dios.

 

 

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