miércoles, 26 de agosto de 2015

El hombre y el sábado.


Vigésimo segundo Domingo del tiempo ordinario B

Evangelio según san Marcos, 7, 1 - 8. 14 - 15. 21 - 23.
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús:
— ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?
Él les contestó:
- Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito:
“Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí.
El culto que me dan está vacío,
porque la doctrina que enseñan
son preceptos humanos.”
Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo:
—Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.
Aquella mañana el Maestro sonreía, se sentía feliz. El discípulo había vuelto de su periplo veraniego. Apenas llegado se desplazó a la montaña para saludar a su amigo, el ermitaño, y regalarle algún pequeño recuerdo que para él había adquirido tanto en Taizé como en Bose. Habían hablado largo rato y el joven le había hecho partícipe de sus experiencias y de su gozo. También el Maestro estaba profundamente alegre, aunque en el fondo dudaba si era por el regreso y la presencia del discípulo o por las experiencias por él vividas; aunque a sí mismo se decía que era por estas últimas.
Cuando el domingo el discípulo llegó, el Maestro le tenía preparado un cuenco con cuajada y miel, y una especie de galletas que había hecho sobre una losa, previamente calentada, que era receta propia y que denominaba “galletas del desierto”.
Raras veces el Maestro tenía estos gestos con el joven, pero cuando los tenía el joven lo aceptaba sin espavientos y agradecido.
Terminado el frugal desayuno dijo el discípulo:
- Maestro, es verdad que durante este tiempo he escuchado mucho y he entendido algo, dada sobre todo la dificultad de las lenguas, pero hoy he subido, como lo hago cada domingo para escuchar tu reflexión sobre el evangelio y compartir contigo la oración de la mañana.
- ¿Has leído el evangelio de hoy?, ¿qué te parece?
- Si, Maestro, lo he leído, y me parece un rifirrafe más entre Jesús y el grupito de los capciosos que lo seguían. Y como siempre Jesús aprovecha la ocasión no solo para contestarles como se debe sino también para dejarles una enseñanza.
- Efectivamente ahí está el meollo de la cuestión: ¿acaso no estaba bien que se lavaran bien las manos, las ollas y los vasos, sobre todo cuando vivían en una comunidad con muchas enfermedades contagiosas e incontroladas? ¿Acaso Jesús se oponía a una normal higiene? No, en absoluto. Lo malo es cuando costumbres y tradiciones se dogmatizan y se ritualizan, haciendo que el no cumplimiento de las mismas se transforme en falta, delito y/o pecado. Cansados del largo camino los discípulos sacan del zurrón – o alguien les da – un trozo de pan que comen ávidamente, y aquellos personajillos, que seguramente habían comido bien, les recriminan por no haber hecho previamente todas las abluciones rituales. ¿Eran tan importantes en aquel momento?
Nuestra Iglesia por sus muchos años de historia está cargadita de costumbres, tradiciones y ritualismos. Debe hacer un esfuerzo de discernimiento para eliminar los que carecen de sentido, explicar bien los que mantenga e indicar lugar y tiempo de aplicación con amplitud de criterios y una adecuada inculturación.  Jesús dice: “Nadie echa vino nuevo en odres viejos: porque si lo hace, el vino nuevo reventará los odres y se desparramará, y los odres se desparramarán” (Lc. 5, 37), y obviamente tiene razón, pero yo partiendo de los conocimientos de la enología moderna, lo parafrasearía diciendo: “si echas vino nuevo en odres antiguos asegúrate primero que sean sólidos y resistentes y que puedan aguantar el  embiste de los nuevos tiempos. Si es así: ¡adelante!: seguro que la madre que contienen mejorará inexorablemente su valor.
En definitiva, amigo mío, creo que se deba seguir estudiando todas las tradiciones y costumbres, elegir y pulir todas las que pueden enriquecer nuestra fe, la forma de expresarla y también nuestra cultura, pero teniendo siempre en cuenta aquella máxima de Jesús: “el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc. 2, 27).
- ¿Y no se hace así, Maestro?
- En la teoría, sí. En la realidad mucho bla, bla, bla, pero en la práctica todavía queda mucho por hacer y la verdad es que en la actualidad veo mucha confusión y grande desorientación; hay una sensación que en algunos temas se está tomando tal velocidad que hay riesgo de un gran descarrilamiento.
- ¿Pero estás seguro, Maestro, que se va alcanzar tanta velocidad?
- No, no estoy seguro, pero lo cierto es que los motores están rugiendo a todo volumen y si no se les permite alcanzar la velocidad apetecida habrá una gran frustración para los amantes del vértigo.
- Interpreto, Maestro que estamos viviendo un momento delicado: si se rueda a gran velocidad se apearán los que se marean y desean un mayor sosiego, por el contrario si se rueda a una velocidad moderada se apearán, por insatisfechos, los amantes de la fórmula 1.
- Eso es, eso es, dijo pacatamente el ermitaño.

jueves, 20 de agosto de 2015

¿Y VOSOTROS, TAMBIÉN?



Vigésimo primer Domingo del tiempo ordinario B

Evangelio según san Juan, 6, 60 - 6 9.
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron:
— Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?
Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo:
— ¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo:
— Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.
Entonces Jesús les dijo a los Doce:
— ¿También vosotros queréis marcharos?
Simón Pedro le contestó:
— Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.
 

 
El final de capítulo VI era lo que más le impactaba al Maestro. En sus reflexiones volvía una y otra vez sobre este pasaje. Y es que –pensaba el Maestro – la Iglesia ha hecho un gran esfuerzo en definir, defender y hasta explicar la divinidad de Jesús, También se ha preocupado en explicar y defender su humanidad, es decir que era de carne y hueso, que por sus venas corría sangre, que no era un fantasma ni un hombrecito verde con antenas proveniente de Marte, pero ha hablado muy poco – quizás por rubor – de sus sentimientos, de su ternura, de su capacidad de amar con el normal amor humano a los que le rodeaban, de sus miedos, de su temor al fracaso, y también de su valentía, de su sentido de la responsabilidad.
 
Es cierto que Jesús mismo se había atribuido en la sinagoga de Nazaret las palabras de Isaías, 61, 1ss: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos,  y a los prisioneros la libertad; para proclamar un año de gracia del Señor  … “, pero atribuir todas sus acciones solo a la fuerza del Espíritu, es decir, al Jesús verdadero Dios sería un error; hay que valorar también su carácter, sus valores, lo que hoy llamaríamos la madurez afectiva y emocional de Jesús, verdadero hombre, forjado en el hogar de Nazaret bajo la batuta de José y de María. Por eso decía Lucas, 2, 52 que “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”.
 
Y desde esta perspectiva el Maestro leía y releía los versículos 60 – 69 del evangelio de hoy, que él mismo, pidiendo humildemente perdón al evangelista, reescribía de la siguiente manera:
 
“Los discípulos y todos los que por una razón u otra seguían a Jesús se escandalizaron y se soliviantaron. Efectivamente Jesús estaba rematadamente loco. No solo decía cosas incomprensibles, sino blasfemas. Si el tocar la sangre ya provocaba impureza, ¿qué sería el beberla? Y se marcharon: tristes, los que le habían seguido de buena fe, radiantes de gozo los que le seguían de mala fe y con intenciones espurias.  A su alrededor quedan cabizbajos y absolutamente confundidos los doce. Jesús siente fuertemente el fracaso de su misión, y la soledad. Tiene que elegir entre la popularidad y el ser bien visto o la Verdad y el cumplimiento íntegro de su misión. Tiene que  rematar esta faena, por eso se dirige a los doce: “¿también vosotros queréis marcharos?”.
 
El ermitaño trasladó su pensamiento al Senado Romano unos setenta años antes, cuando Julio César se ve rodeado de un grupo de senadores con ánimo de asesinarlo. Intenta defenderse pero cuando ve el puñal en manos de su pupilo Marco Junio Bruto, se cubre con su toga y exclama con tristeza y dolor: “Tu quoque, fili mi” “¿¡también tú, hijo mío!? (Cayo Suetonio Tranquilo, De Vita Caesarum, LXXXII). Había un cierto paralelismo entre estas dos situaciones. Jesús se sentía de alguna manera traicionado y totalmente incomprendido. Sería terrible que ellos también lo abandonaran, pero Él no puede volverse atrás, renunciar a su misión y por eso les pregunta: “¿también vosotros queréis marcharos?”
 
¿Y la respuesta?  La respuesta de Pedro según el evangelista es solemne e inspirada: ”Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” Este texto fue escrito unos setenta años más tarde, y fruto, más que del hecho histórico, del gran cariño y enorme veneración que el autor sentía por la figura de Pedro. El ermitaño se atrevía a suponer una respuesta diferente: “Señor, no te entendemos, lo que dices es absolutamente inaceptable, pero nosotros te queremos. ¿Qué haríamos sin Ti?”
 
Y es que, como dijo Pablo, 1Cor., 13, 7: “el amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
 
Seguía pensando el eremita: muchas situaciones sociales e individuales solo son  asumibles a través del misterio del AMOR.

 

 

jueves, 13 de agosto de 2015

EL PELÍCANO



Vigésimo Domingo del tiempo ordinario  B

Evangelio según san Juan, 6, 5 1 - 58.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
— Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Disputaban los judíos entre sí:
— ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les dijo:
— Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.
 

 
Aquella mañana el ermitaño salió de su cueva, y después de dar un paseo por los alrededores del lugar, se sentó en el sitio de costumbre. Dejó el libro de “la Liturgia de las Horas” junto a si, se puso una piedra bajo sus pies para levantar ligeramente sus rodillas, apoyó sus codos en los muslos y la cabeza en sus manos, postura esta que solía tomar para pensar y meditar.
 
Su intención era reflexionar sobre el evangelio del domingo, pero ya fuera porque le resultaba un tanto reiterativo el tema, ya fuera porque el pensamiento, si no lo atas corto, corre a sus anchas como un caballo desembocado, su pensamiento voló a su niñez. Se esforzaba para no vivir de recuerdos, pero a veces le resultaba incontrolable. Su pensamiento fue, pues, a su infancia, y se vio correteando en la finca de sus padres, entre vacas, ovejas, gallinas, conejos y patos. Estos animales no tenían para él secretos: sabían cómo se apareaban, cuánto tiempo tenían de gestación o de incubación, como alimentaban a sus crías. Aunque en su casa no había pájaros domésticos, espiaba los nidos que abundaban por aquel lugar y veía como muchos padres regurgitaban la comida para dársela a los polluelos.
 
Cuando tenía algunos años más llegó a sus manos un libro que trataba de las aves. Lo leyó con interés, porque en aquel tiempo y aquel lugar los libros no abundaban. Lo leyó con mucho interés, pues se trataba de aves que no había visto nunca y que desconocía hasta su existencia. Además cada animal venía presentado en un dibujo hecho a plumilla que era toda una obra de arte.
 
Pero hubo un animal que le impactó profundamente: el pelícano. Según decía el texto estas aves alimentan sus crías como la mayoría, trayendo al nido sus conquistas, pero, y aquí está la novedad, cuando hay escasez de alimento y peligra la vida de los pollos, se arrancan las plumas de su buche, y se hacen algunas heridas para que mane la sangre y así, con ella, alimentar a sus hijos.
 
Como decía, esto le impactó muchísimo y le hizo pensar. ¡Qué amor tenían estos pájaros a sus hijos hasta el punto de darles cómo comida su carne y como bebida su sangre! Y en su inconsciente quedó siempre un cariño especial y una gran admiración por estas aves: los pelícanos.
 
Pasados los años encontró en la iconografía cristiana la imagen del pelícano alimentado a sus crías como símbolo de la Eucaristía: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”. Recordaba sus peregrinaciones a Tierra Santa y su visita al Cenáculo, construido por los cruzados, pero después confiscado por los musulmanes y actualmente en poder de los judíos. Ambos grupos religiosos han hecho desaparecer todos los símbolos cristianos, menos uno: hay una pequeña columna cuyo capitel presenta en cada uno de sus cuatro lados a un pelícano alimentando a sus polluelos. No sé si lo han conservado adrede o porque desconocían su significado, pero la verdad es que en ese lugar tan emblemático, donde Jesús celebró la Última Cena, Jesús a través de ese símbolo sigue gritando a todos los hombres, a todas las culturas, a todas las religiones que quién coma de su carne y beba de su sangre tiene la vida eterna. Y no es un regalo fácil, inconsistente, sino todo lo contrario, como en el caso del pelícano, es fruto de un sacrificio. La Eucaristía es martirial y solo se percibe con toda su fuerza si la contemplamos a través de la Pasión de Cristo.
 
Últimamente el Maestro ha leído que el tema del pelícano alimentando a sus crías con su sangre es tan solo una leyenda. Según los entendidos como los pollos pican para sacar los peces que guardan los padres en la gran bolsa que tienen debajo del pico y además el hecho que en algunos pelícanos adultos las plumas del pecho se tornan castañas rojizas debido a la carotina, dio lugar a leyendas que decían que los pelícanos se abrían el pecho para alimentar a sus hijos con su propia sangre. Con esta historia han derribado uno de los grandes mitos que había iluminado durante años la espiritualidad del ermitaño, pero una cosa tenía bien claro: JESÚS, SÍ, DA SU CUERPO Y SU SANGRE PARA ALIMENTAR A SUS AMIGOS.

 

martes, 4 de agosto de 2015

DURO DE ROER


Decimonoveno Domingo del tiempo ordinario – B

Evangelio según san Juan, 6, 41 - 52.
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho:
«Yo soy el pan bajado del cielo», y decían:
— ¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo:
— No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios.” Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
 

Aquella mañana de Agosto el Maestro estaba triste y disgustado. El discípulo no estaba, y aunque había elegido libremente la vida en soledad, las visitas en la mañana de cada domingo y algún encuentro esporádico con el pastor que alguna vez pasaba con el rebaño por aquel paraje, llenaban de luz y de vida aquel lugar. Tenía que reconocerlo: aquella ausencia provocaba un sentimiento de tristeza.
 
Pero también estaba disgustado; le dolía aceptarlo, pero estaba disgustado.  El discípulo se había acercado a mitad semana para informarle que no subiría los próximos tres domingos, pues, habiendo ahorrado un dinerillo con trabajos extras en el campo o en casa de algún vecino, se había trazado un plan de vacaciones: una semana en Taizé (Francia) y otra semana o algo más, si se lo permitían, en el monasterio de Bose (Italia). Pensó que era demasiado joven y inexperto para estas experiencias y le dolió que hubiera organizado todo eso sin consultarle.
 
- ¿Sabes a lo que vas y te has organizado bien?  le preguntó.
 
- ¿Sí, Maestro, he pedido consejo a gentes que han hecho estas experiencias, he leído todo lo que he encontrado e, incluso, he llamado por teléfono.
 
El Maestro calló. ¿Tenía celos de que el joven bebiera del agua de otras fuentes?  Después de escuchar los detalles del programa que el joven le explicaba y ver la alegría e ilusión que irradiaba de sus ojos y de sus palabras el Maestro lo despidió diciendo:
 
- Que Dios te acompañe, abre tus ojos y tus oídos para que puedas percibir toda la belleza de lo que veas y oigas y esté en tu corazón para que ames todas las personas y los bienes que el Señor te vaya poniendo en tu camino.
 
Le dio un abrazo y el joven se marchó corriendo como casi siempre.
 
- ¡Qué lelo soy! – pensaba mientras lo veía alejarse - ¡claro que está preparado para esto y para mucho más!  Me estoy portando como algunos padres que sobreprotegen a sus hijos, y nos les dejan crecer y volar a su aire. Entró en su cueva y buscó entre los pocos libros que tenía “El profeta” de Gibran Khalil Gibran, localizó el capítulo sobre los hijos que sabía casi de memoria y que tantas veces, en otra época de su vida, había leído y comentado en reuniones de padres:
 
“Y una mujer que sostenía un niño contra su seno pidió: Háblanos de los niños.
 
Y él dijo:
 
Vuestros hijos no son hijos vuestros.
Son los hijos y las hijas de la vida, deseosa de sí misma.
Vienen a través vuestro, pero no vienen de vosotros.
Y, aunque están con vosotros, no os pertenecen.
 
Podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos.
Porque ellos tienen sus propios pensamientos.
Podéis albergar sus cuerpos, pero no sus almas.
Porque sus almas habitan en la casa del mañana que vosotros no podéis visitar,
ni siquiera en sueños.
 
Podéis esforzaros en ser como ellos, pero no busquéis el hacerlos como vosotros.
Porque la vida no retrocede ni se entretiene con el ayer.
Vosotros sois el arco desde el que vuestros hijos, como flechas vivientes,
son impulsados hacia delante.
 
El Arquero ve el blanco en la senda del infinito
y os doblega con Su poder para que Su flecha vaya veloz y lejana.
Dejad, alegremente, que la mano del Arquero os doblegue.
Porque, así como Él ama la flecha que vuela,
así ama también el arco, que es estable.
 
Estaba el Maestro sumergido en estos pensamientos cuando se dio cuenta de que estaba divagando demasiado. La vida continúa y, de estar allí, el discípulo estaría preocupado y le hubiera dicho:
 
- ¿Qué te pasa, Maestro, te veo triste. ?Por qué no me hablas del evangelio de este domingo?
 
Entonces empezó a hablar en voz baja:
 
- Como te hecho los últimos domingos  estamos proclamando el capítulo 6 del evangelio de Juan: la multiplicación de los panes y de los peces y la catequesis sobre la Eucaristía. El tema es muy reiterativo, por eso me voy a fijar solo en un detalle, que como te he dicho otras veces no es, ni mucho menos, el más importante.
 
“¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”  Efectivamente esas personas tenían dos obstáculos para creer en las palabras de Jesús:
 
A – Lo conocían – o creían conocerlo – bien: sus orígenes, su padre, su madre y hasta el número de su carnet de identidad, y como dice Jesús en otra ocasión: “en verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo” (Lc. 4, 24). Aceptamos que haya personas extraordinarias, santas, valientes pero muy lejos de nosotros, envueltas en cierta neblina, porque se están a nuestro lado solo vemos sus partes oscuras o se las criamos porque no consentimos que nadie a nuestro alrededor nos eclipse.
 
B – Porque tenían el corazón cerrado a cal y canto. Esteban, el protomártir, los definía muy bien cuando en el alegato de su defensa ante el sanedrín presidido por el sumo sacerdote decía: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres” (Hch. 7, 51).  Los milagros de Jesús, y la Eucaristía, “el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”, que es el milagro que sigue realizando cada día, entran el campo del misterio y de lo sobrenatural. Es cierto que a los ojos del hombre pueda parecer extraño que Jesús nos dé a comer su carne, pero muy posible a los ojos de la fe, solo hay que abrir el corazón al misterio de Dios. Por eso gritó “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mi, y yo en el Padre” (Jn. 10, 37-38). Jesús había dado pruebas evidentes de que no era un charlatán de feria, sino el Enviado del Padre para darnos la Vida y por consiguiente utilizaría – y sigue utilizando – todos los medios para que participemos de esa vida. Jesús lo había explicado con toda claridad a Nicodemo: “porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16). En definitiva, querido amigo, si vemos las palabras de Jesús exclusivamente con ojos humanos, no solo es duro sino imposible de roer, pero si las analizamos desde el Amor de Dios sobradamente demostrado, resulta fácil de entender y alentador en nuestro caminar.