jueves, 13 de agosto de 2015

EL PELÍCANO



Vigésimo Domingo del tiempo ordinario  B

Evangelio según san Juan, 6, 5 1 - 58.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
— Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Disputaban los judíos entre sí:
— ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les dijo:
— Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.
 

 
Aquella mañana el ermitaño salió de su cueva, y después de dar un paseo por los alrededores del lugar, se sentó en el sitio de costumbre. Dejó el libro de “la Liturgia de las Horas” junto a si, se puso una piedra bajo sus pies para levantar ligeramente sus rodillas, apoyó sus codos en los muslos y la cabeza en sus manos, postura esta que solía tomar para pensar y meditar.
 
Su intención era reflexionar sobre el evangelio del domingo, pero ya fuera porque le resultaba un tanto reiterativo el tema, ya fuera porque el pensamiento, si no lo atas corto, corre a sus anchas como un caballo desembocado, su pensamiento voló a su niñez. Se esforzaba para no vivir de recuerdos, pero a veces le resultaba incontrolable. Su pensamiento fue, pues, a su infancia, y se vio correteando en la finca de sus padres, entre vacas, ovejas, gallinas, conejos y patos. Estos animales no tenían para él secretos: sabían cómo se apareaban, cuánto tiempo tenían de gestación o de incubación, como alimentaban a sus crías. Aunque en su casa no había pájaros domésticos, espiaba los nidos que abundaban por aquel lugar y veía como muchos padres regurgitaban la comida para dársela a los polluelos.
 
Cuando tenía algunos años más llegó a sus manos un libro que trataba de las aves. Lo leyó con interés, porque en aquel tiempo y aquel lugar los libros no abundaban. Lo leyó con mucho interés, pues se trataba de aves que no había visto nunca y que desconocía hasta su existencia. Además cada animal venía presentado en un dibujo hecho a plumilla que era toda una obra de arte.
 
Pero hubo un animal que le impactó profundamente: el pelícano. Según decía el texto estas aves alimentan sus crías como la mayoría, trayendo al nido sus conquistas, pero, y aquí está la novedad, cuando hay escasez de alimento y peligra la vida de los pollos, se arrancan las plumas de su buche, y se hacen algunas heridas para que mane la sangre y así, con ella, alimentar a sus hijos.
 
Como decía, esto le impactó muchísimo y le hizo pensar. ¡Qué amor tenían estos pájaros a sus hijos hasta el punto de darles cómo comida su carne y como bebida su sangre! Y en su inconsciente quedó siempre un cariño especial y una gran admiración por estas aves: los pelícanos.
 
Pasados los años encontró en la iconografía cristiana la imagen del pelícano alimentado a sus crías como símbolo de la Eucaristía: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”. Recordaba sus peregrinaciones a Tierra Santa y su visita al Cenáculo, construido por los cruzados, pero después confiscado por los musulmanes y actualmente en poder de los judíos. Ambos grupos religiosos han hecho desaparecer todos los símbolos cristianos, menos uno: hay una pequeña columna cuyo capitel presenta en cada uno de sus cuatro lados a un pelícano alimentando a sus polluelos. No sé si lo han conservado adrede o porque desconocían su significado, pero la verdad es que en ese lugar tan emblemático, donde Jesús celebró la Última Cena, Jesús a través de ese símbolo sigue gritando a todos los hombres, a todas las culturas, a todas las religiones que quién coma de su carne y beba de su sangre tiene la vida eterna. Y no es un regalo fácil, inconsistente, sino todo lo contrario, como en el caso del pelícano, es fruto de un sacrificio. La Eucaristía es martirial y solo se percibe con toda su fuerza si la contemplamos a través de la Pasión de Cristo.
 
Últimamente el Maestro ha leído que el tema del pelícano alimentando a sus crías con su sangre es tan solo una leyenda. Según los entendidos como los pollos pican para sacar los peces que guardan los padres en la gran bolsa que tienen debajo del pico y además el hecho que en algunos pelícanos adultos las plumas del pecho se tornan castañas rojizas debido a la carotina, dio lugar a leyendas que decían que los pelícanos se abrían el pecho para alimentar a sus hijos con su propia sangre. Con esta historia han derribado uno de los grandes mitos que había iluminado durante años la espiritualidad del ermitaño, pero una cosa tenía bien claro: JESÚS, SÍ, DA SU CUERPO Y SU SANGRE PARA ALIMENTAR A SUS AMIGOS.

 

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