Sexto Domingo del tiempo ordinario B
Evangelio según
San Marcos 1, 40 - 45.
En aquel tiempo,
se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de
rodillas:
—Si quieres,
puedes limpiarme.
Sintiendo
lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
—Quiero: queda
limpio.
La lepra se le
quité inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole
severamente:
—No se lo digas a
nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu
purificación lo que mandó Moisés.
Pero, cuando se
fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús
ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en
descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
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Hacía frío, mucho frío. Las montañas, los
valles, las carreteras y los caminos estaban cubiertos de nieve. De los árboles
pendían un grande número de carámbanos que, viéndolo en perspectiva, daba la sensación de estar
visitando una de esas cuevas llenas de estalactitas de carbonato cálcico pero, eso sí, con una temperatura muy
inferior.
El ermitaño después de contemplar el horizonte y hacer algo
de ejercicio físico, entró en la cueva, puso un manojo de pinocha en el
rescoldo que había permanecido en el centro de la cueva y encima de la pinocha
un poco de leña que había recogido y almacenado en un rincón de su “casa”. Se
puso de cuclillas, bajó la cabeza y sopló. Algunas cenizas volaron y en seguida
prendió el fuego que dio al habitáculo un poco de luz y de alegría.
El Maestro pensó que esa mañana de domingo estaría solo, y le invadió
una cierta tristeza. A pesar de su vocación eremítica disfrutaba de la compañía
de su joven discípulo los domingos por la mañana; hablaban de cosas santas,
rezaban laudes, juntos contemplaban la naturaleza, y el eremita sentía más
fuerte su comunión con la Iglesia y la humanidad de las que se había retirado y
por las cuales rezaba.
- Buenos días, Maestro, ¡qué tiempo más tormentoso hace – dijo el
discípulo asomándose por la entrada de la cueva – yo nunca había visto tanta
nieve, casi me pierdo por el camino. La nieve lo cubre todo. Menos mal que lo
conozco de memoria, y no puedo perderme; cuándo no es una roca es un árbol o un antiguo
refugio de pastores a indicarme el camino. Así que la nieve no ha podido
conmigo.
- Entra, amigo mío, acércate al fuego y caliéntate un poco que debes
estar congelado, ¡qué atrevido eres al venir con este tiempo! Y además un tanto
irresponsable. Podías haberte perdido por el camino o quedar congelado en
cualquier rincón – dijo el Maestro, intentando disimular su admiración y su
alegría por la presencia del discípulo.
- No te preocupes, ya te dije que conozco bien el camino y la nieve no
puede conmigo.
Ambos estaban sentados, uno a cada lado de la hoguera, y así estuvieron
durante largo tiempo calentándose las manos mientras escuchaban el crepitar del
fuego y el bailar de algunas chispas que salían hacia el aire cayendo después
en forma de carbonilla.
- Maestro, ¿se ha portado mal el leproso del evangelio de hoy?
- ¿Por qué lo dices?
- Pues porque después de haberlo curado Jesús le dijo: “no se lo digas a nadie”, y cuando se fue
le faltó tiempo para ponerse a “pregonar
bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar
abiertamente en ningún pueblo”.
- Pues sinceramente no entiendo por qué le dijo eso, pues Jesús era
consciente que “ no se puede ocultar una
ciudad puesta en lo alto de un monte y tampoco se enciende una lámpara para
ponerla debajo del celemín” (Mt. 5, 14 – 15), y Él era una luz tan fuerte que no podía pasar
desapercibido. ¿Por qué le dijo eso? Sinceramente no lo sé, pero me atrevo a
dar mi opinión: para ponerlo a prueba. Si su único interés hubiera sido la
curación, conseguido su objetivo y cumplida la orden recibida de presentase al
sacerdote para el ritual de la purificación (Lev. 14, 1 – 32), hubiera ido a su
casa e inventado cualquier historia más o menos plausible para justificar ante
los suyos la curación.
- ¿Vale, Maestro, creo que lo he entendido, pero háblame del evangelio
de hoy según el esquema que habías preparado.
- Bueno, no había preparado ningún esquema; ya sabes que en mi
acercamiento al evangelio presto especial atención a las actitudes de los
personajes que intervienen y hoy aparecen solo dos: Jesús y el leproso.
JESÚS: quisiera iniciar este párrafo diciendo que los dos, Jesús y el
leproso han quebrantado la ley: el leproso por acercarse y Jesús por tocarlo,
Esto resulta evidente en la primera lectura de hoy. Los declarados impuros por
tener la enfermedad de la lepra tenían que vivir lejos de las poblaciones y
avisar a gritos su presencia para que nadie se les acercara y con contraer así
la enfermedad = impureza, pero este hombre, con enorme confianza se acerca a
Jesús y le pide la curación, y Jesús que en algún momento llegaría a proclamar
que “el sábado se hizo para el hombre y
no el hombre para el sábado” (Mc. 2, 27), que es lo mismo que decir que la
ley está al servicio del hombre y no para esclavizarlo, lo acoge y lo toca,
aunque eso lo hiciera impuro.
Para Jesús por encima de leyes, presiones sociales y/o religiosas,
enfermedades y cualquier otra circunstancia está el hombre y para él todo su
amor, toda su misericordia. ¡Ojalá la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre
aprendiera esta lección! Pero no, la
Iglesia sigue siendo humana, demasiado humana!
EL LEPROSO: retomamos el razonamiento de antes: la desobediencia del
leproso. No podía quedarse callado. De Jesús había recibido mucho más que la
sanación de su cuerpo. Había recibido una fuerza transformadora, y tenía que
comunicárselo a todos, porque todos “le andan buscando”.
- En definitiva, Maestro, nadie que haya descubierto la fuerza
salvadora de Jesús, puede mantenerlo en secreto, tiene que gritarlo a los
cuatro vientos.
- Efectivamente
Y los dos se quedaron en silencio contemplando como las brasas
mortecinas se desmoronaban.
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