Quinto Domingo de Cuaresma B
Evangelio según san Juan 12, 20 - 33.
En aquel tiempo, entre los
que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos,
acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
— Señor, quisiéramos ver a
Jesús.
Felipe fue a decírselo a
Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contesto:
— Ha llegado la hora de
que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo
no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El
que se ama a si mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este
mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y
donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo
premiará.
Ahora mi alma está
agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he
venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del
cielo:
— Lo he glorificado y
volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y
lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un
ángel.
Jesús tomó la palabra y
dijo:
— Esta voz no ha venido
por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe
de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra
atraeré a todos hacia mí.
Esto lo decía dando a
entender la muerte de que iba a morir.
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Aquella
mañana, como todas las mañanas en que la climatología lo permitía, el Maestro
había salido de su habitáculo y se disponía a hacer su doble ejercicio.
Físicamente, unos cuantos movimientos gimnásticos para entrar en calor y
mantener la movilidad de sus miembros y articulaciones, y espiritualmente daba
gracias a Dios por el nuevo día. Aquella mañana, como otras muchas recitaba
mentalmente el “Cántico de las Criaturas” de San Francisco de Asís,
adhiriéndose espiritualmente a cada
estrofa, a cada verso, a cada palabra:
Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor,
tuyas son la alabanza, la gloria y el honor.
Tan sólo tú eres digno de toda bendición,
y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.
Loado seas por toda criatura, mi Señor,
y en especial loado por el hermano sol;
que alumbra y abre el día y es bello en su esplendor
y lleva por los cielos noticia de su autor.
Y por la hermana luna, de blanca luz menor,
y las estrellas claras que tu poder creó,
tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son,
y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!
Y por la hermana agua, preciosa en su candor,
que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor!
Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol,
y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado, mi Señor!
Y por la hermana tierra, que es toda bendición,
la hermana madre tierra que da en toda ocasión
las hierbas y los frutos, y flores de color,
y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!
Y por los que perdonan y aguantan por tu amor
los males corporales y la tribulación;
¡felices los que sufren en paz con el dolor,
porque les llega el tiempo de la consolación!
Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución.
¡Ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡ Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!
¡No probarán la muerte de la condenación!
Servidle con ternura y humilde corazón.
Agradeced sus dones, cantad su creación.
Las criaturas todas: ¡load a mi Señor!
Al
acabar, levantó la mirada y vio con sorpresa que, estático junto a la entrada y
con una sonrisa que iba de oreja a oreja estaba el discípulo. Al verse
descubierto, dio unos pasos hacía el Maestro y sin borrar su sonrisa pero con
un poco de sorna, exclama:
-
Buenos días, Maestro, ¡te mantienes en forma!
- Buenos días, amigo mío, ya sabes lo que
escribía Juvenal: “mens sana in corpore sano” (Sátira, X, 356), aunque para ser
sinceros el sentido que le daba su autor está muy lejos del que le damos hoy,
yo inclusive, pero no entremos en mayores disquisiciones. En seguida estoy
contigo.
-
Maestro, no tengo prisa. Empezaremos cuando lo estimes oportuno.
-
Gracias. Me preparo un poco y en seguida estoy contigo.
Entró
en su cueva, se aseó un poco, se vistió con su ropa normal y se puso uno de los
ponchos de lana – tenía dos – que él mismo se había confeccionado con la lana
que le regalaba su amigo el pastor. A los pocos minutos salió con la
Biblia y con el correspondiente tomo de
la “Liturgia de las Horas”, se sentó en el lugar de siempre y buscó el
evangelio propio del día, Jn. 12, 20 – 32.
-
¿Has leído el evangelio de hoy?
-
Si, Maestro. Lo leo siempre antes de venir, y más de una vez.
-
Lo sé, lo sé. Era una pregunta retórica. ¿Y qué me dices?
- Maestro, vengo a escucharte a ti y a aprender
de tu sabiduría. De todas maneras, y ya que me lo preguntas, te diré que el
contenido está bastante claro, pero la forma no la entiendo. Me da la sensación
de que se tratan de frases deshilachadas sin una trama conductora.
-
Me parece que tus sensaciones son acertadas. Jesús no llevaba consigo un equipo
de periodistas, o cronistas que fueran anotando todas las palabras que iba
pronunciando. Todo funcionaba de memoria y esas enseñanzas fueron puestas por
escrito muchos años después de la resurrección del Señor; veces de manera muy
resumida o proponiendo frases y enseñanzas que, siendo ciertas, fueron
proclamadas en momentos, lugares y contextos diferentes, como se montaran un
collage literario, pero que, en sí, mantienen toda su fuerza. Si te parece…
-
me parece, interrumpió el discípulo.
El
Maestro respiró profundamente y prosiguió:
-
Si te parece comentaré brevemente dos de las frases propuestas y que a mi me sugieren
una reflexión;
1 - “Entre
los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos,
acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor, queremos
ver a Jesús”. Creo que se circunscribe en el contexto de
aquella otra que ya te he comentado en alguna ocasión: “todo el mundo te busca” (Mc. 1, 17).
Jesús
está en Jerusalén y se acerca la hora de
la pasión. Como hemos visto a lo largo de toda la cuaresma está preocupado por
la fe de sus discípulos; sabe que la van a vivir como un fracaso, como algo que
pudo ser y no fue. De hecho, después de su muerte, unos se encierran por miedo
a los judíos, otros se vuelven cabizbajos a sus aldeas, etc… Por eso insiste en
que será glorificado y que los que permanezcan con él serán honrado por el
Padre. Aunque Jesús sea condenado, escarnecido y crucificado, aunque sea ante
muchos un fracasado, para la entera humanidad será la luz que ilumina el camino
que a su vez nos lleva a la felicidad; es la estrella polar que conduce al navegante a puerto de
salvación, por lo que todo el mundo le busca – aunque de manera inconsciente -
y también los griegos, que encarnaban el máximo saber de la época querían
conocer a Jesús porque solo él puede dar plenitud a la sabiduría.
Desde
este punto de vista se podría elucubrar que en su respuesta Jesús está indicando a los griegos que la auténtica
sabiduría consiste en contemplar al Hijo del hombre glorificado a la diestra
del Padre. Pablo escribe: “los judíos
exigen signos, los griegos buscan sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo
crucificado: escándalo para los judíos, necesidad para los gentiles; pero para
los llamados – judíos o griegos - un
Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Cor. 1, 22 – 24). Muy
probablemente esta era la enseñanza de Juan al organizar así su evangelio, yo
pienso que Jesús acogió a los griegos y los invitó a escuchar su palabra.
2
– “Si
el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da
mucho fruto”.
-
Querido amigo mío – dijo el Maestro
dirigiéndose al discípulo – esta enseñanza está clara; el ejemplo muy adecuado,
pero ¡qué difícil es su aplicación! ¿por qué no poder disfrutar yo mismo del
fruto de mis sufrimientos? ¿ por qué no resucitar yo de mi pasión y
muerte? Pero haciendo eco de las
palabras de Jesús en Getsemaní debo decir: “
no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Mt. 26, 39). Reclamo, no obstante, mi derecho al pataleo y
digo: “Si tengo que morir para poder dar fruto, vale siempre que recojas tu la cosecha”
Discípulo
y Maestro se miraron y los dos quedaron en silencio. Bien sabían a que se
refería el ermitaño.