miércoles, 24 de junio de 2015

¿Curan las reliquias?


Décimotercer Domingo del tiempo ordinario  B

Evangelio según san Marcos, 5, 21- 43.
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
— Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba.
Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la hablan sometido a toda clase de tratamientos, y se habla gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se habla puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría.
Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando:
— ¿Quién me ha tocado el manto?
Los discípulos le contestaron:
— Ves como te apretuja la gente y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que habla pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo:
— Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para
decirle:
— Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
— No temas; basta que tengas fe.
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo:
— ¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
— Talitha qumi (que significa: "Contigo hablo, niña, levántate").
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones.
Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
 

 
El discípulo llegó silencioso y silencioso se sentó en el lugar de siempre. En silencio contemplaba el horizonte en un día que se anunciaba muy caluroso y mientras se preparaba las preguntas que formularía al Maestro sobre el evangelio del día y no se le ocurría nada. Era un pasaje bonito, muy humano que evidenciaba la capacidad de empatía de Jesús con la gente que lo seguía. Sigue sin comentarios a Jairo porque ve en él el dolor del padre que se siente impotente ante la enfermedad de su hija y atiende a sus peticiones por encima de desconfianzas, incredulidades y burlas.
 
En ese momento el Maestro se asoma por la entrada de su cueva, mira al joven y le dice:
 
- Buenos días, amigo mío, ¿llevas mucho tiempo aquí?
 
- Buenos días, Maestro, llevo unos cuantos minutos. No he querido molestarte y  aproveché para relajarme y  repasar mentalmente el evangelio de hoy y la verdad es que  hay algo que no acabo de entender.
 
- ¿Qué es lo que te inquieta?
 
- No comprendo por qué Jesús  busca a la hemorroísa después de su curación; parece que pretende avergonzarla o recriminarle.
 
- Si te fijas bien en el final del episodio “vete en paz y queda curada de tu enfermedad” te darás cuenta que su voluntad era totalmente diferente. Para encuadrar mejor el tema ten en cuenta que esta mujer, por su enfermedad, era legalmente impura y había contagiado a Jesús con su impureza, pero Jesús ni lo menciona. Aprovecha la ocasión para hacer una pequeña catequesis, para aclarar un posible malentendido. Si no hubiera dado esa  explicación podría  parecer que la gracia de la curación procedía de los vestidos del Señor: “… acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto pensando: ‘con solo tocarle el manto, curaré’. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado”  y el Señor aclara: “tu fe te ha salvado”. En definitiva la curación se dio por la gracia de Dios en respuesta a la oración de fe de la mujer de la misma manera que la resurrección de la hija de Jairo se dio por la gracia del Señor en respuesta a la petición confiada del padre.
 
- ¿Quieres decir, Maestro, que los milagros no proceden de las reliquias?
 
- ¡En qué jardines me metes! Pero dicho así afirmo rotundamente que ni las reliquias ni las imágenes hacen milagros, pero a continuación propongo una profunda reflexión. El hombre es un manojo de sensaciones y de emociones y percibe la realidad circundante a través de los sentidos. De esta manera una fotografía o una canción o un sonido determinado provocan recuerdos y sentimientos de alegría o de tristeza, de cariño de nostalgia, de placer o de dolor; así también en nuestra vida espiritual. Reducir todo a lo intelectual a lo inmaterial sería quedarnos cortos. Las imágenes, las reliquias, por muy sagradas que sean, no curan ni salvan, es Dios quien salva accediendo a la oración confiada, pero es también cierto que la contemplación y a veces el roce con aquellos elementos preparan nuestro ánimo y nuestro espíritu para hacer una oración más confiada.

 

 

miércoles, 17 de junio de 2015

Tsunami



Duodécimo Domingo del Tiempo Ordinario  B

 
Evangelio según san Marcos 4, 3 5 - 40.
 
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
— Vamos a la otra orilla.
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. El estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole:
— Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:
— ¡Silencio, cállate!
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
— ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?
Se quedaron espantados y se decían unos a otros:
— ¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!
 

El ermitaño llevaba ya algún tiempo paseando delante de su gruta cuando vislumbró a lo lejos al discípulo que corría a su encuentro subiendo la montaña. Era muy pronto todavía. Esos encuentros siempre se realizaban a las primerísimas horas de la mañana, pero como era el tiempo del solsticio de verano, el día amanecía muy pronto y ya se gozaba de una cierta claridad.
 
Antes de llegar al lugar del encuentro, el joven se desvió hacia el manantial dónde el ermitaño había construido una pequeña balsa que se podía calificar de multiusos.
 
Poco tiempo después llegó dónde estaba el Maestro y saludó:
 
- Buenos días, Maestro. Disfrutemos del buen tiempo porque en estas latitudes el verano siempre es más corto que el invierno. Me gustaría vivir en Canarias o en cualquier otro lugar dónde siempre fuera verano.
 
- Buenos días, amigo mío, ¿cómo estás?
 
- ¡De maravilla! - respondió el joven - sobre todo después del chapuzón que me pegado en tu charca.
 
- Me alegro por ti, pero tengo miedo que algún día te dé una hidrocución, y te marches a gran velocidad a la Casa del Padre.
 
- ¿Y eso que es?
 
- ¿La Casa del Padre?
 
- No, eso no. Me refiero al palabro que has dicho antes.
 
- ¿Hidrocución? Es un término que probablemente no aparece en el Diccionario de la Real Academia, pero lo puedes encontrar en los diccionarios médicos. Se trata de lo que popularmente se conoce como "corte de digestión" y es un error ya que nada tiene que ver con el aparato digestivo. Se trata de un shock termodiferencial (diferencia brusca de la temperatura) caracterizado por un estado sincopal provocado por el contacto brusco de la piel y de las vías respiratorias superiores con el agua fría, lo que desencadena un reflejo de inhibición de la respiración y la circulación generando una sobrecarga cardíaca derecha que ocasiona en la mayoría de los casos una parada cardiorrespiratoria. En otras palabras: tú llegas sudado de tu footing, te tiras a las aguas frías de la balsa y te quedas "muertecito" para siempre. Por lo menos moja primero los brazos, la nuca y entra lentamente en el agua, para que el cuerpo se vaya adaptando a la nueva temperatura. Tardarás algún minuto más pero, al final, todos ganaremos.
 
- ¿Te has leído el evangelio de hoy? preguntó el ermitaño ya sentados en el lugar de costumbre.
 
- Maestro, sabes que siempre me leo el evangelio del día el sábado por la noche antes de acostarme; no solo el evangelio sino todas las lecturas de la liturgia dominical.  Es una historia muy bonita; se trata de la tempestad calmada; ¿pero me pregunto: ¿puede haber tempestades en un lago tan pequeño como el de Tiberíades?
 
- Contesto a tu pregunta. Tiberíades es efectivamente un lago pequeño; tiene un máximo de 21 kms. de largo, de norte a sur, y un máximo de 12 kms. de ancho, de este a oeste. La parte más profunda alcanza unos 48 metros. Hay que tener en cuenta que es uno de los lugares más bajos de la tierra (210 m. bajo el nivel del Mediterráneo).
 
Ahora bien, si por tempestad entendemos un tsunami, no las hay en este pequeño lago, pero dada la configuración geográfica de los alrededores: (al Norte, a pocos kilómetros, está el Monte Hermón que tiene nieves perennes  y al sur está el Mar Muerto, uno de los lugares más calurosos que he visitado) y por razones que no sé explicar hay  ocasiones en que sobre el lago se encuentran los vientos fríos del Norte y los aires calientes del sur, provocando unas olas respetables que sin ser oceánicas  hacen zozobrar las pequeñas barquichuelas que  por ahí navegan. Puedo asegurar que este ermitaño en alguna ocasión cruzó el lago durante una de estas tempestades y a pesar de ir en un ferry con todas las seguridades modernas los movimientos imponían cierto respeto. Pensando que la barca en que viajaba Jesús y sus discípulos era algo así como una cáscara de nuez, el miedo de los apóstoles estaba sobradamente justificado.
 
- Pero a Jesús no le pareció tan justificado porque recriminó su actitud.
 
- Si lo lees con buenos ojos, verás que no es exactamente así. Si te fijas bien, lo primero que hace es atender a la petición de sus amigos calmando las aguas, y después aprovecha la ocasión para una catequesis – no sé si con una mirada de cariño o con cierta sorna – invitándoles a la confianza. En el fondo si crees profundamente que estás en las manos de Dios, solo sucederá lo que a Él le plazca. Por mucho que llueva a raudales y soplen vientos huracanados si la casa está construida sobre roca resistirá.
 
De todas maneras, amigo mío, y con esto termino, la perfección es la meta y no el punto de partida, y mientras vamos de camino es lícito el miedo, las dudas, los temores, las inseguridades. Sólo con el tiempo y la experiencia te vas dando cuenta que eres demasiado pequeño e impotente para afrontar, por ti mismo, las contrariedades de la vida y aprendes a abandonarte en las manos de Aquel que todo lo puede.

 

miércoles, 10 de junio de 2015

Lluvia suave.


Undécimo Domingo del tiempo ordinario  B

Evangelio según san Marcos, 4, 26 - 34.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
— El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra.
Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.
Dijo también:
— ¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

- Buenos días, Maestro, ya se acabaron las fiestas, dijo el discípulo cuando llegó aquella mañana.
 
- Buenos días, amigo mío. Efectivamente se acabaron por una temporada, las grandes solemnidades litúrgicas. Son momentos muy fuertes, pero cansan.
 
- ¿Cansan, Maestro?
 
- Es un decir, pero me atrevo a  afirmarlo. Cuaresma, Pascua, tiempo Pascual, Pentecostés, Santísima Trinidad, Corpus Christi, Sagrado Corazón de Jesús, son todos platos fuertes, pero cuando ingieres muchos platos fuertes de manera tan continuada puedes coger un empacho de padre y muy señor mío. Ahora recuperamos el tiempo ordinario, tiempo de serenidad y de relax. No es que la liturgia de este tiempo esté vacía de contenido, todo lo contrario, es como esa lluvia suave que  cayendo incesantemente va calando y empapando la tierra, haciéndola rica y fértil.
 
- Maestro, por el camino venía pensando en el evangelio de hoy, y me pareció muy sencillo; no necesita grandes explicaciones.
 
Como el Maestro callara el joven continuó:
 
- Quiere decir que nuestra fuerza está en Dios, Él es quién toma la iniciativa y nos salva;  su fuerza es – para explicarlo de alguna manera -  explosiva; como ese diminuto grano de mostaza que se transforma por su fuerza intrínseca en un hermoso arbusto. ¿Es así?
 
- Es así, pero con algunos matices.
 
- Adelante, Maestro.
 
- Estas dos parábolas tanto en Marcos como en Mateo (Mt. 13, 31 – 32), se refieren no al individuo, sino a la comunidad, es decir al reino de los cielos. Solo tiene valor para el individuo en la medida en que este se adhiera libre y plenamente al plan de Dios. Es cierto que Dios toma la iniciativa y que la semilla va germinando y dará fruto sin la intervención del hombre, y si nos quedamos solo en el texto que se proclama en este domingo  disfrutaríamos de una gran quietud y tranquilidad: todo está en manos de Dios y ya se encargará Él de llevar la barca a puerto seguro. Te invito, no obstante, a leer estas parábolas en su contexto.
 
Mateo la hace preceder de otras parábolas, pero voy a subrayar fundamentalmente dos:

la parábola del sembrador (Mt. 13, 3 – 23) en la que resulta evidente, que sí, la semilla crece y se reproduce, pero solo una mínima parte, otra mucha y por múltiples circunstancias se pierde por el camino,  haciendo que resulten inútiles los esfuerzos aplicados, y la parábola de la cizaña (Mt. 13,  24 – 43) en la que se manifiesta que no siempre el crecimiento es tan quieto, ya que otras fuerzas interfieren para alterar los resultados.
 
Cuanto a Marco cuyo evangelio estamos proclamando este año también coloca esta parábola en el contexto de otras muchas, entre ellas la del sembrador (Mc. 4, 2 – 20).
 
Es segura la presencia de Jesús y su asistencia en medio de nosotros, y son múltiples las referencias evangélicas de las que solo citaré dos: “y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt. 28, 20), y “… edificaré mi Iglesia y el poder del infierno no la derrotará” (Mt. 16, 18); por lo que debemos confiar pues Dios lleva la iniciativa, pero al mismo tiempo nos invita a que participemos en su tarea – me atrevo a decir que nos necesita – para seguir sembrando, cuidando y mimando la sementera, de manera que la Palabra de fruto y este sea abundante. Concluyo con aquel refrán español: “a Dios rogando y con el mazo dando”.
 
- Maestro, tu crees que actualmente se está cuidando como se merecen los campos sembrados?
 
- ¡Uff!, pregunta difícil de contestar pero, y solo como impresión personal, te diré que tengo la sensación que en este momento de la historia, se están haciendo esfuerzos ímprobos para mimar a los que han crecido en campos cercanos, llámense anglicanos, lefebvrianos, etc., mientras se descuidan, se dejan morir o se expulsan a muchos que han nacido y crecido en nuestro propio jardín.

 

 

viernes, 5 de junio de 2015

CORPUS CHRISTI


Solemnidad del Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo – B

Evangelio según san Marcos, 14, 12 - 16. 22 - 26.
El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:
-¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
Él envió a dos discípulos, diciéndoles:
- Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: “El Maestro pregunta: ¿Dónde está la Habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos? Os enseñara una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo:
— Tomad, esto es mi cuerpo.
Cogiendo una copa, pronuncio la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron.
Y les dijo:
— Esta es mi sangre, sangre de a alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.
 

Era el día del Corpus, solemnidad importante, donde las haya, en la vida de la Iglesia y el ermitaño estaba triste. Hacía esfuerzos inauditos para estar alegre y disfrutar tanto de la riqueza espiritual del día como de la belleza de su entorno, pero no podía evitarlo, estaba triste y sentía un nudo que le estrangulaba la boca del estómago. Intentaba disculparse a si mismo pero en su interior conocía la razón.
 
En su elección vital estaba la soledad, una vida entregada a la contemplación, a la oración y al trabajo necesario para una economía autosuficiente, y era feliz de ello, pero agradecía la presencia del discípulo que cada domingo se acercaba para escuchar su palabra y rezar juntos, y la del pastor, su amigo, que cuando conducía su rebaño por la zona se acercaba por allí y le comentaba las noticias familiares, locales, nacionales e internacionales haciendo de todo un popurrí difícilmente comprensible, pero que hacía pensar al Maestro que las cosas del siglo iban un tanto a la deriva.
 
Aquella mañana el discípulo no había ido - el Maestro estaba informado - pues estaba comprometido en organizar y de alguna manera dirigir con los demás jóvenes  la procesión del Corpus en su pueblo.
 
El Maestro inmerso en su nostalgia vivía los recuerdos de su infancia y adolescencia en su aldea natal. La procesión del Corpus vista a distancia y comparada con otras procesiones de grandes ciudades era sencilla y modesta, pero contemplada con los ojos de un niño y el corazón de un adolescente era sencillamente maravillosa, única e irrepetible. Todos se implicaban en su organización: las mujeres limpiaban la pequeña iglesia, lavaban,  remendaban, zurcían y planchaban manteles y ornamentos que nadie conocía los años que tenían. Los hombres con sus carros y sus bueyes iban al bosque a cortar hierbas aromáticas y los jóvenes, chicos y chicas, iban al riachuelo dónde crecían matas de calas y hortensias que cortaban en gran cantidad.
 
El trabajo empezaba algunos días antes. La procesión recurriría aproximadamente un kilómetro hasta el centro de la aldea donde se erguía un crucero de piedra y era el cruce de caminos que conectaba todas sus zonas o “lugares” de la población. Los vecinos le llamaban carretera, pero en la realidad era un camino de barro que con la lluvia se transformaba en barrizal. Con sus azadas  allanaban el terreno tapando los baches que se habían formado durante todo el año. Los primeros cien metros desde la iglesia y los últimos cien justo hasta el crucero dónde se había colocado un altar se elaboraba una preciosa alfombra de serrín  que previamente había teñido de varios colores, y que causaría envida a cualquier fabricante de alfombras orientales; el resto del camino se cubría de romero y otras hierbas aromáticas propias del lugar. A los dos lados del camino y con poca distancia entre si se colocaban grandes ramos de flores que surgían desde el suelo, pero que en realidad estaban sujetos a estacas  previamente clavadas. Los ramos estaban compuestos fundamentalmente por las hortensias y calas recogidas en el riachuelo, pero también habían dalias de todos los colores,  gladiolos, rosas y muchas otras flores  que los vecinos cultivaban en sus huertos con el propósito  de adornar el camino el día de la procesión.
… Y la procesión… El Maestro todavía recordaba su emoción al contemplar la custodia, que probablemente era de hojalata dorada, pero que se imaginaba  fuera de puro y finísimo oro. ¿Y el palio? Más remendado que el traje de Arlequín  debía tener tantos siglos como la iglesia, pero que, al verlo solamente una vez al año, daba mucho esplendor al acto.
 
El sacerdote, hombre mayor, custodia en las manos con el Santísimo en el viril, era el único que pisaba la alfombra; el palio era llevado por seis jóvenes, que previamente se habían organizado para el relevo de manera que pudieran participar todos, y delante los monaguillos: dos acompañaban con candelabros a la cruz procesional que llevaba el sacristán abriendo el cortejo, y dos iban delante del Santísimo, uno llevando el turíbulo humeante y el otro la naveta, cambiándose  en el oficio de vez en cuando.
 
¿Y los fieles? Iban en dos filas, los varones a la derecha del Sr. Cura, y las mujeres a la izquierda, todos cantando. Era el único día en que los hombres cantaban sin avergonzarse. Todos, hombres y mujeres llevaban en algún bolsillo un pañuelo blanco muy planchado  que tendían en el suelo para arrodillarse cuando era menester. Llegados al crucero se colocaba el Santísimo sobre el altar, todo mundo se arrodillaba, menos el sacristán, los monaguillos que  llevaban los candelabros y los jóvenes que en eses momento sostenían el palio; se incensaba el Santísimo y se rezaban unos cuantos padrenuestros por las familias y las necesidades de la aldea. Recordaba el Maestro que se imploraba también  la paz del mundo y se rezaba un padrenuestro, avemaría y gloria por cada uno de los fallecidos desde la última festividad del Corpus. Terminadas estas preces se cantaba el “tantum ergo” se incensaba de nuevo y después de una oración en latín cantada por el Señor Cura, se hacía el mismo camino pero al revés hasta la iglesia, dónde, colocada la custodia sobre una peaña forrada de tela roja y entonces el Sr. Cura subía al púlpito y predicaba un largo sermón – por lo menos así les parecía a la gente que justamente estaba cansada - y todo terminaba más o menos a la puesta del sol con la bendición y despido de los fieles.
 
Inmerso en estos recuerdos el Maestro olvidó que el tiempo iba pasando y que sus pensamientos eran tangenciales, que su reflexión no entraba en el meollo del Misterio. Claro, es que eso era precisamente el meollo: que la Eucaristía, como todos los temas fundamentales de la fe son misterios y él, pobre ermitaño, no pretendía desenmarañarlo. No era un teólogo y vivía los misterios como acciones de amor por parte de Dios, y nada más.
 
Se puso de rodillas y rezó:
 
Señor, te doy gracias, por el don inefable de la Eucaristía.
Has querido quedarte ahí, para hacernos compañía,
alimento en nuestra vida, y camino en nuestra muerte,
fuerza en la debilidad y perdón en el pecado.
 
Hoy, Señor, recurrirás las calles  de nuestros pueblos y ciudades;
bendice a los que te adoren, perdona a los que te ignoren o blasfemen.
Ayuda a las familias, a los matrimonios, a los ancianos, a los niños.
Anima a los que sufren la soledad, porque viven solos,
y a los que la sufren viviendo en compañía.
 
Sé luz para los que caminan en tinieblas
y esperanza que los que carecen de ella.
 
Por último, Señor,
a Ti que te has hecho alimento,
te pido por los que carecen de él,
por los que no tienen trabajo,
por los que, teniéndolo, no llegan a fin de mes;

Te pido por los que a consecuencia de la crisis
son explotados de cualquier modo por hombres sin escrúpulos.
Te pido por los inmigrantes que hay entre nosotros,
para que sean auxiliados y respetados como personas.

Y te pido por mi, Señor Jesús,
para que no decaiga el ánimo de servirte,
y algún día, cuando Tú decidas, me sienta contigo
y con todos los santos
en el banquete de la mesa celestial.
Amén
 
Se levantó y muy suavemente se puso a cantar el Himno escrito por Santo Tomás de Aquino.