lunes, 29 de febrero de 2016

EL HIJO DEL PADRE BUENO


Cuarto Domingo de Cuaresma C

Evangelio según san Lucas, 15, 1 - 3. 11 - 32.
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos:
—Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola

—Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la
fortuna.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo:
- Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
Pero el padre dijo a sus criados:
- Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.”
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Este le contestó:
- Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
- Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.”
El padre le dijo:              
- Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba  perdido, y lo hemos encontrado.

- Buenos días, Maestro, ¡qué bonita es la parábola del hijo pródigo!
- Si, la parábola del hijo pródigo es muy bonita, pero es mucho más que eso. Esta parábola, por supuesto en consonancia con todo el Nuevo Testamento nos presenta el nuevo rostro del Padre.
- ¿El nuevo rostro del Padre?, repitió el joven en forma de pregunta.
- Si, el nuevo rostro del Padre. El Dios del Antiguo Testamento era un Dios cercano a su pueblo – era su pueblo – se preocupaba por él, lo sacó de Egipto, lo alimentó con el maná en el desierto, luchaba a su lado contra sus enemigos, lo condujo a la tierra prometida, pero también era un Dios “excesivamente” justo, castigador, y a veces hasta vengador. El Padre Dios de esta parábola es todo paciencia, ternura y misericordia. Quisiera, con tu permiso meter una cuña antes de entrar de lleno en la reflexión de esta parábola.
- Claro, Maestro, te escucho.
- Me llama poderosamente la atención el comentario de los fariseos y escribas: “este acoge a los pecadores y come con ellos”, creo que esto debía impactar fuertemente a la Iglesia de hoy. Es cierto que muchos cristianos, consagrados y laicos, prestan un servicio encomiable a hombres y mujeres sin preguntarles su credo o estado de gracia, pero la iglesia jerarquía y/o la iglesia institución no se mezcla con los pecadores, salvo si espera sacar algún provecho. La Iglesia que tenemos está estructurada para los “puros” y, si acaso, para los purificados; los demás no tienen cabida. Jesús cuando acogía a los pecadores y comía con ellos no les ponía ninguna condición, ni la puso a Zaqueo cuando se autoinvitó a su casa (Cfr. Lc. 19, 1 – 10). ¡Bien sabía el Señor que quién se arrima al fuego acaba calentándose!
- Entremos en la parábola. Ante todo creo que el título dado a esta parábola no está del todo acertado, aunque, hay que reconocerlo, ha tenido éxito. El protagonista no es el hijo pequeño, sino el padre: “el padre bueno”. Con tu permiso voy a desglosar algunos pasajes…
- Maestro, ¿por qué dices: “con tu permiso”? sabes que yo te escucho muy a gusto…
- Es tan solo una forma de hablar. Pues decía que voy a desglosar algunos pasajes:
A – El comportamiento del hijo: ida y vuelta. Es evidente que la marcha y la mala vida del hijo es absolutamente reprobable: es un egoísta, un hedonista, un ser bastante despreciable.
¿Por qué vuelve?
·       ¿Se había dado cuenta de sus errores, del sufrimiento causado a los suyos?
·       ¿Estaba profundamente arrepentido? ¿había una contrición perfecta? Sinceramente estoy convencido que no; había hambre, mucha hambre, y se acuerda no de su familia, sino de la abundancia de pan que había en la casa de su padre. Se preparó un discursito, pero solo para quedar bien.
B – El comportamiento del padre.
·       Ante todo demuestra un grande respeto hacia su hijo: suporta su impertinencia, le da la parte de la fortuna que le correspondería algún día y le deja marchar aún a sabiendas que está cometiendo un error. No consta ningún otro tipo de intromisión.
·       Una gran paciencia y confianza. Siempre esperó la vuelta de su hijo: siempre había un ternero cebado esperando la ocasión. Su padre lo vio cuando todavía estaba lejos, porque llevaba años mirando al camino esperando el retorno;
·       Un corazón lleno de ternura y de misericordia. El hijo había decidido regresar, las razones quizás no fueran del todo nobles, pero había vuelto y eso era lo verdaderamente importante  y a partir de ahí la iniciativa la toma el padre. Sale corriendo a su encuentro, lo abraza, lo besa, lo acoge. El joven suelta la parrafada que había preparado pero no consta que le prestara atención. No hubo preguntas, no hubo reproches, no hubo condiciones. Solo hubo ternura de padre que le devuelve la dignidad de hijo vistiéndolo con el mejor traje, calzándolo con las sandalias de lujo y entregándole el anillo familiar. ¡Cuánto amor, cuánta misericordia! ¡Qué grande el corazón del Padre.
Hubo un largo silencio, el Maestro se levantó y salió de su cueva, el discípulo lo siguió. Miraron al horizonte; el sol también había salido de su madriguera y empezaba a calentar todo lo que estuviera a su alcance.
- Maestro, ¿has terminado? Preguntó sorprendido el joven.
- No, ¿por qué?
- Pues porque esperaba que me hablaras del hermano mayor. ¿No crees que tenía algo de razón?
- Pues no, y aquí está el problema. El hijo menor es un pecador, de ello nos percatamos todos y todos así lo juzgamos, pero el hermano mayor tampoco está libre de culpa; diríamos que es el lobo con piel de oveja. Se presenta como bueno; pero, ¿se ha quedado en casa del padre por fidelidad o por interés? Lo cierto es que tiene un corazón de piedra que contrasta con la ternura de su padre: es incapaz de perdonar, es incapaz de sentir alegría por el regreso de su hermano, se resiste a empalizar con la alegría del padre. No reconoce sus pecados, se define como el justo que no necesita conversión: “siempre te he servido, nunca te he desobedecido …”  ¡Como se parece esta actitud a la oración del fariseo en el templo: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” (Lc. 18, 11, 12). Cómo puedes ver también este hijo es pecador y también a este lo trata el Padre con ternura y misericordia. Si te fijas el Padre sale dos veces: la primera para acoger al hijo pródigo que humillado vuelve a casa, la segunda para persuadir al hijo mayor que, indignado, soberbio y testarudo no quería entrar. Todos estamos necesitados de la misericordia de Dios, y “el que esté libre de culpa que tire la primera piedra”(jn. 8, 7), pero esto lo veremos el próximo domingo en que nos vamos a encontrar con el Señor perdonando a unos y a otros.
- Tenemos que recitar con frecuencia el salmo 50, dijo el discípulo,:

“Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces”.





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