Quinto Domingo de Cuaresma C
- Maestro, dijo el discípulo al llegar adonde estaba
el ermitaño, señalabas la última vez que existe un cierto paralelismo entre el
mensaje evangélico del domingo pasado y el de éste, ¿me quieres hablar de ello?
- Si, te hablaré de ello, pero quisiera analizar en
primer lugar la narración del encuentro de Jesús con la mujer adúltera. Si se hace una lectura rápida de este texto
puede parecer una broma. Unos señores pillan a una señora cometiendo adulterio,
la cogen del brazo y la conducen a Jesús, para hacerle una pregunta y
comprometerle.
Pido una vez más perdón a los exegetas y a los
entendidos en la materia, pero voy a exponer mi interpretación de los hechos.
Se trataba de un juicio en toda regla, un juicio sumarísimo; la Toráh era clara (se trataba muy probablemente de un
supuesto descrito en Deut. 22, 20 – 21),
solo necesitaba la firma de un Maestro de la Ley - Jesús lo era, y a
continuación se procedía a la ejecución.
Es cierto que había una intención capciosa al elegir a Jesús para presidir este
tribunal. “¡A ver cómo se las apaña este para compaginar su doctrina de
misericordia y de perdón con la obligación de dictar sentencia de muerte para
esta pecadora!” Había además otra razón: los romanos habían reservado para sí
las condenas a muerte quitando esta posibilidad al pueblo judío. Te acordarás
del diálogo de Pilatos con la chusma en
el pretorio: “lleváoslo vosotros y
juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le dijeron: “no estamos autorizados para dar muerte a nadie” (Jn. 18, 31),
por lo que esta situación es similar a la del tributo al César (Cfr. Mt. 22, 15
– 21): pretendían que Jesús se definiera o bien contra el pueblo judío o bien
contra el poder romano.
Jesús preside ese maléfico tribunal y acepta la ley
que le citan, dicta sentencia pero usando de sus prerrogativas pone una
cláusula: “que lance la primera piedra el
que esté libre de pecado”. E inclinando la cabeza escribía en el suelo.
Cuando es consciente de que se han marchado todos se incorpora y pregunta a la
mujer: “¿dónde están tus acusadores?;
¿ninguna te ha condenado? “Ninguno,
Señor”, respondió ella. Es importante subrayar que Jesús no ha trasgredido
ni siquiera forzado la Ley. Desde el punto de vista judicial al marcharse todos
los acusadores se da por retirada la acusación, por lo que ya no procede dictar
sentencia. A partir de ahí Jesús se quita la toga de Juez y se pone el manto
del Hijo del hombre para decirle con toda dulzura: “Yo no te condeno. Anda vete tranquila, y no peques más”.
Después de unos momentos de silencio interviene el
discípulo:
- Maestro, ¿pero dónde está el paralelismo con la
parábola del hijo pródigo que hemos leído el domingo pasado?
- No me había olvidado de la pregunta que me habías
formulado. En la parábola del hijo pródigo decíamos que los dos hijos, cada
cual a su manera, eran pecadores y a los dos
recogió el padre: al menor, pecador indiscutible, hambriento y
humillado, y también al mayor, orgulloso y testarudo, incapaz de asimilar las
palabras del profetas Oseas tantas veces repetidas por Jesús: “misericordia quiero y no sacrificios,
conocimiento de Dios y no holocaustos” (Os. 6, 6; ver también Mt. 9, 13 y
12, 7). También en la narración de la adúltera, todos son pecadores y
necesitados del perdón: la mujer, evidentemente, pero también sus acusadores ya
que ninguno de ellos estaba en disposición de tirar la primera piedra. A la
mujer la perdonó: “yo no te condeno” le dijo, pero yo me atrevo a decir que a
los demás también los trató con misericordia.
“Pero Jesús
inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. … E inclinándose otra vez,
siguió escribiendo”. Muchos se
preguntan qué escribía Jesús. Sería interesantísimo conservar ese texto, ya que
no consta en ningún otro pasaje palabras escritas por el Señor. Personalmente
no doy tanta importancia a lo que escribía, sobre todo porque desconocemos el
texto, incluso pienso que Jesús hacía algún dibujo o garabato sin más
pretensiones literarias, simplemente inclinaba la cabeza y disimulaba para que
los acusadores reaccionasen sin sentirse acusados y después pudiesen marcharse,
avergonzados, sin sentirse juzgados. También a ellos los trató con
misericordia.
-
Maestro, continuó el discípulo, esto que has contado me sugiere aquel otro
pasaje que dice: “Sed misericordiosos
como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis y no seréis juzgados; no
condenéis y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad y se os
dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con
la medida con que midiereis se os medirá a vosotros” (Lc. 6, 36 – 38).
- Amén,
asintió el Maestro. Y los dos quedaron en silencio, mirando el horizonte, cada
cual con sus pensamientos.
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