lunes, 7 de marzo de 2016

Perdón para todos


Quinto Domingo de Cuaresma C

Evangelio según san Juan, 8, 1 - 11.
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
- Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
- El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.
Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
— Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?
Ella contestó:
— Ninguno, Señor.
Jesús dijo:
— Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.



- Maestro, dijo el discípulo al llegar adonde estaba el ermitaño, señalabas la última vez que existe un cierto paralelismo entre el mensaje evangélico del domingo pasado y el de éste, ¿me quieres hablar de ello?

- Si, te hablaré de ello, pero quisiera analizar en primer lugar la narración del encuentro de Jesús con la mujer adúltera.  Si se hace una lectura rápida de este texto puede parecer una broma. Unos señores pillan a una señora cometiendo adulterio, la cogen del brazo y la conducen a Jesús, para hacerle una pregunta y comprometerle.

Pido una vez más perdón a los exegetas y a los entendidos en la materia, pero voy a exponer mi interpretación de los hechos. Se trataba de un juicio en toda regla, un juicio sumarísimo; la Toráh  era clara (se trataba muy probablemente de un supuesto  descrito en Deut. 22, 20 – 21), solo necesitaba la firma de un Maestro de la Ley - Jesús lo era, y a continuación se procedía a la ejecución.

Es cierto que había una intención capciosa  al elegir a Jesús para presidir este tribunal. “¡A ver cómo se las apaña este para compaginar su doctrina de misericordia y de perdón con la obligación de dictar sentencia de muerte para esta pecadora!” Había además otra razón: los romanos habían reservado para sí las condenas a muerte quitando esta posibilidad al pueblo judío. Te acordarás del diálogo de Pilatos con  la chusma en el pretorio: “lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le dijeron: “no estamos autorizados para dar muerte a nadie” (Jn. 18, 31), por lo que esta situación es similar a la del tributo al César (Cfr. Mt. 22, 15 – 21): pretendían que Jesús se definiera o bien contra el pueblo judío o bien contra el poder romano.

Jesús preside ese maléfico tribunal y acepta la ley que le citan, dicta sentencia pero usando de sus prerrogativas pone una cláusula: “que lance la primera piedra el que esté libre de pecado”. E inclinando la cabeza escribía en el suelo. Cuando es consciente de que se han marchado todos se incorpora y pregunta a la mujer: “¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguna te ha condenado? “Ninguno, Señor”, respondió ella. Es importante subrayar que Jesús no ha trasgredido ni siquiera forzado la Ley. Desde el punto de vista judicial al marcharse todos los acusadores se da por retirada la acusación, por lo que ya no procede dictar sentencia. A partir de ahí Jesús se quita la toga de Juez y se pone el manto del Hijo del hombre para decirle con toda dulzura: “Yo no te condeno. Anda vete tranquila, y no peques más”.

Después de unos momentos de silencio interviene el discípulo:

- Maestro, ¿pero dónde está el paralelismo con la parábola del hijo pródigo que hemos leído el domingo pasado?

- No me había olvidado de la pregunta que me habías formulado. En la parábola del hijo pródigo decíamos que los dos hijos, cada cual a su manera, eran pecadores y a los dos  recogió el padre: al menor, pecador indiscutible, hambriento y humillado, y también al mayor, orgulloso y testarudo, incapaz de asimilar las palabras del profetas Oseas tantas veces repetidas por Jesús: “misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios y no holocaustos” (Os. 6, 6; ver también Mt. 9, 13 y 12, 7). También en la narración de la adúltera, todos son pecadores y necesitados del perdón: la mujer, evidentemente, pero también sus acusadores ya que ninguno de ellos estaba en disposición de tirar la primera piedra. A la mujer la perdonó: “yo no te condeno” le dijo, pero yo me atrevo a decir que a los demás también los trató con misericordia.

“Pero Jesús inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. … E inclinándose otra vez, siguió escribiendo”. Muchos se preguntan qué escribía Jesús. Sería interesantísimo conservar ese texto, ya que no consta en ningún otro pasaje palabras escritas por el Señor. Personalmente no doy tanta importancia a lo que escribía, sobre todo porque desconocemos el texto, incluso pienso que Jesús hacía algún dibujo o garabato sin más pretensiones literarias, simplemente inclinaba la cabeza y disimulaba para que los acusadores reaccionasen sin sentirse acusados y después pudiesen marcharse, avergonzados, sin sentirse juzgados. También a ellos los trató con misericordia.

- Maestro, continuó el discípulo, esto que has contado me sugiere aquel otro pasaje que dice: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros” (Lc. 6, 36 – 38).


- Amén, asintió el Maestro. Y los dos quedaron en silencio, mirando el horizonte, cada cual con sus pensamientos.










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