lunes, 14 de marzo de 2016

DOMINGO DE RAMOS


Evangelio según san Lucas, 19, 28 - 40.
En aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles:
—Id a la aldea de enfrente; al entrar, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: “¿Por qué lo desatáis?”, contestadle: “El Señor lo necesita”.
Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron:
   ¿Por qué desatáis el borrico?
Ellos contestaron:
   El Señor lo necesita.
Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar.
Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo:
— ¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto.
Algunos fariseos de entre la gente le dijeron:
   Maestro, reprende a tus discípulos.
Él replicó:
      Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras.

Eucaristía: Pasión de Lucas, 22, 14 – 38, 23, 1 – 56.

El ermitaño se había levantado muy temprano de su catre para rezar el oficio de lecturas a la luz de la vela que él mismo había fabricado con la cera de sus colmenas.
Aquella mañana, así como todo el Triduo Pascual, su joven discípulo no vendría a participar de su oración; era necesario en otro lugar. Resulta que el sacerdote que en el pasado había pastoreado su pueblo disponiendo además de un experimentado sacristán, ahora, siendo ya mayor, le habían confiado otros dos parroquias más y ya no disponía ni de sacristán ni de medios para pagar a uno, por lo que necesitaba ayuda. Había rogado encarecidamente a nuestro joven que en estos días le ayudara, haciendo un poco de todo: sacristán, monaguillo, liturgista, etc., etc.. Al joven lo que le gustaba era subir a la montaña, compartir la oración del eremita y escuchar sus enseñanzas, pero entendió que en este momento su lugar estaba allí apoyando a su anciano párroco, y aceptó el encargo.
Colocado de cuclillas con la cabeza apoyada en las manos entrelazadas y estas, a su vez, en la losa que le servía de mesa, el Maestro meditaba sobre la liturgia del día como acontecimiento único pero también como preámbulo de toda la Semana Santa.
En sus pensamientos se situaba en lo alto de Betfagé, desde dónde se contempla en una sola mirada todo el Monte los Olivos, el torrente Cedrón y al otro lado la ciudad amurallada de Jerusalén, la Puerta Dorada, por donde entró Jesús aclamado por el pueblo - hace siglos tapiada - y a continuación  la explanada del Templo – hoy explanada de las Mezquitas por encontrarse allí la del “Al Aksa”  y la de la “Roca” o “Dorada”.
Después sus pensamientos se dirigen a todos las ciudades, pueblos y aldeas del mundo cristiano dónde hoy por sus caminos y calles, como entonces en Jerusalén, procesionarán  niños y mayores, con sus ramos en las manos proclamando: “Bendito el rey que viene en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas”. 
Muchas veces nos preguntamos por qué Jesús, por voluntad del Padre, aceptó este gesto de ser proclamado rey y entrar así, triunfal, en la Ciudad Santa. Quizás haya muchas razones y algunas insondables, como insondable es la voluntad de Dios, pero alguna se puede vislumbrar:
- fortalecer la fe de los suyos. En el Tabor había manifestado que era el Hijo Elegido del Padre, a quién hay que escuchar (cfr. Lc. 9, 35), y en Jerusalén manifiesta que, a pesar de todo lo que iba a suceder, el Hijo de Dios es Rey y Señor del Cielo y de la Tierra, aunque ante Pilato tenga que explicar con mayor claridad el alcance de su reinado: “Jesús contestó: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Pilato le dijo: “¿Entonces tú eres rey?”. Jesús le contestó: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn. 18, 36 – 37).
- demostrar la debilidad, unas veces, y la hipocresía, otras, de los hombres. Hay una posible pregunta a la que nadie puede contestar, pero que muchos suponen: “¿cuántos de aquellos que eufóricos gritaban: “Bendito el rey que viene en el nombre del Señor”,  tan sólo unos días más tarde gritarían con igual entusiasmo: “Fuera, fuera, crucifícalo. … No tenemos más rey que al César” (Jn. 19, 15).  Y a pesar de todo hasta los discípulos “lo abandonaron y huyeron” (Mc. 14, 50). ¿Y qué podemos decir de Pedro, el valiente apóstol que creyéndose más fuerte que los demás se atrevió a afirmar: “Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré” (Mt. 26, 33) que a la primera de cambio ante el comentario de una simple criada “se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo: “no conozco a ese hombre””? (Mt. 26, 74).
Y siguen las preguntas: ¿cuántos de aquellos que estos días aclaman con cantos en la procesión de ramos o llevan a sus espaldas los pesados pasos de Semana Santa, o caminan descalzos por nuestras calles o se fustigan rigurosamente en señal de penitencia son capaces, a la hora de la verdad, de dar un paso adelante y dar la cara para manifestar y defender, si fuera menester, la Verdad del Crucificado?
Llegado a este punto el ermitaño se irguió, tomó un papel y un bolígrafo y escribió una nota que entregaría al discípulo en la primera ocasión, pero que en el fondo la dictaba para sí mismo:
“Querido amigo,
te sugiero que en este tiempo, y siempre, sigas el ejemplo magistral de María. Lucas dice en dos ocasiones “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc. 2, 19 y 51). A pesar del intenso dolor de madre al contemplar la pasión de su hijo, Ella – como escribiría años más tarde Pablo a su discípulo Timoteo (cfr. 2Tim. 1, 12) – sabía de quién se había fiado, y que Dios no defrauda a los que en Él han puesto su confianza.
Cuando este Viernes Santo escuches o participes en la proclamación de la Pasión del Señor, o contemples al Crucificado que llevado a hombros de los costaleros pase por delante de tu casa, siente pena y emociónate, pero no te desanimes, porque a los tres días lo encontrarás resucitado, más triunfante que el día de Ramos en Jerusalén y más resplandeciente que en el Tabor,  pues Él mismo había anunciado: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas,  ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Lc. 9, 22).

Amigo mío,
también nosotros, todos nosotros, tú y yo, tenemos en algún momento nuestra propia pasión: la oscuridad invade nuestra vida, parece que todo se desmorona, nuestros proyectos fracasan, la vida ya no tiene sentido. En esos momentos como María acudamos a la esperanza que albergamos en el corazón; después de la tormenta luce el sol, más allá del Calvario está el Tabor, después de la pasión y de la muerte hay la resurrección, si no es en este mundo será en el otro, pero al final la verdad brillará con todo su resplandor”.
El ermitaño guardó el folio y a media voz se puso a recitar el himno procesional:

“Como Jerusalén con su traje festivo,
vestida de palmeras, coronada de olivos,
viene la cristiandad en son de romería
a inaugurar la Pascua con himnos de alegría,
Ibas como va el sol a un ocaso de gloria;
cantaban ya tu muerte al cantar tu victoria.
Pero tú eres el Rey, el Señor, el Dios fuerte,
la Vida que renace del fondo de la muerte.
Tú, que amas a Israel y bendices sus cantos,
complácete en nosotros, el pueblo de los santos;
Dios de toda bondad, que acoges en tu seno
cuánto hay entre los hombres sencillamente bueno”.






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