Segundo Domingo de Pascua C
El Maestro se había levantado de su catre todavía más
pronto que de costumbre. Después de la oración de la mañana y de un poco de
ejercicio físico y un corto paseo se sentó cerca del fuego. A pesar de que ya
era primavera y los días un poco más largos, era todavía noche cerrada. Estaba
contento. Salvo cualquier contratiempo inesperado, hoy subiría de nuevo el
discípulo a compartir la oración de la mañana, pues por el compromiso en la
parroquia de su pueblo llevaba dos domingos sin visitarle. Sabía además que,
como de costumbre, le traería, por encargo de su madre algunos dulces que ella
misma había preparado. Él, por su parte, también había preparado algo: un tarro
de compota, cuajada, leche fresca y algo de fruta; esta era un regalo de su
amigo, el pastor. Al terminar la oración almorzarían juntos celebrando así la
Pascua en su Octava.
Envuelto en su raída capa el ermitaño salió de su
cueva y se acercó al límite de su placita para esperar allí, como solía decir
él bromeando, a porta gayola a su joven amigo.
- Buenos días, Maestro, dijo el discípulo al llegar,
shalom y feliz Pascua de Resurrección.
- Buenos días, amigo mío, salón y feliz Pascua de
Resurrección, contestó el ermitaño y le tendió la mano, intercambiándose un
buen apretón.
Entraron y se
sentaron alrededor del fuego, y aunque el sol había empezado a despuntar el
ermitaño encendió la vela, pues dentro estaba todavía muy oscuro.
- He visto que en este segundo domingo de Pascua nos
encontramos con el mismo evangelio del año pasado.
- Y con el mismo del próximo año, ya que en este
segundo domingo de Pascua los tres ciclos litúrgicos nos ofrecen el relato
evangélico: la aparición de Jesús a los discípulos reunidos en el cenáculo, la
incredulidad primero y la profesión de fe después de Tomás.
- El año pasado he subrayado tres puntos de este
pasaje…
- Sí, Maestro, anoche he repasado los apuntes.
- ¡Ah! dijo el ermitaño sorprendido, no sabía que
tenías apuntes.
Y continuó:
- Este año retomaré alguno pero, llevado quizás por el
desasosiego existente tanto a nivel nacional como internacional, me he parado a
reflexionar sobre el “shalom”. Es cierto
que este saludo era – y sigue siendo – cotidiano entre el pueblo de Israel, pero
adquiere un especial significado en este contexto. Recordemos por un momento
que el anuncio de su nacimiento a los pastores en Belén fue seguido por una
legión del ejército celestial que cantaban: “Gloria
a Dios en el cielo, y en la tierra paz
a los hombres de buena voluntad” (Lc. 2, 14). No es para nada baladí que el
apóstol Juan, que no da puntada sin hilo, nos refiera que la primera palabra de
Jesús Resucitado a sus discípulos sea precisamente: “shalom”, la paz sea con vosotros y con todos los hombres. Y a
continuación dice: “Como el Padre me ha
enviado, así también os envío yo”. ¿Enviar? ¿dónde? ¿a qué? La
respuesta la encontramos en la
ascensión: “Id al mundo entero y
proclamad el evangelio a toda la creación” (Mc. 16, 15).
Ese evangelio o buena noticia ofrece una nueva
concepción de la vida y de la convivencia que se fundamenta en la paz, en el
“shalom”, pero no una paz cualquiera, no una paz solo fruto de ausencia de
guerras o de peligrosos equilibrios armamentísticos, sino como dice el beato
Juan XXIII, en la encíclica Pacem in terris, nº 167: “un orden basado en la verdad,
establecido de acuerdo con las normas de la
justicia, sustentado y henchido por la
caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad”.
Jesús invita hoy a que todos y cada uno de los
cristianos, según su estado y situación proclame con la palabra y sobre todo
con las obras: “Shalom, hemos visto al Señor Resucitado. ¡Aleluya y Shalom!
A continuación
recitaron pausadamente la oración de Francisco de Asís:
Señor, haz de
mí un instrumento de tu paz:
dónde haya
odio, ponga yo amor,
dónde haya
ofensa, ponga yo perdón,
dónde haya
discordia, ponga yo unión,
dónde haya
error, ponga yo verdad,
dónde haya
duda, ponga yo la fe,
dónde haya
desesperación, ponga yo esperanza,
dónde haya
tinieblas, ponga yo luz,
dónde haya
tristeza, ponga yo alegría.
Oh, Maestro,
que yo no busque tanto
ser consolado
como consolar,
ser
comprendido como comprender,
ser amado
como amar.
Porque dando
se recibe,
olvidando se
encuentra,
perdonando se
es perdonado,
y muriendo se
resucita a la vida eterna.
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