lunes, 19 de septiembre de 2016

EL RICO EPULÓN; EL POBRE LÁZARO


Vigésimo sexto Domingo del tiempo ordinario C.



Evangelio según san Lucas, 16, 19 – 31.
 En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
- Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y ban­queteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su
portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico.

Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán.
Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó:
“Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.”
Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros.”
El rico insistió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.”
Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen.”
El rico contestó: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán.”
Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.”»



- Buenos días, Maestro, dijo el discípulo al llegar.
- Buenos días, amigo mío, contestó el ermitaño. ¿Cómo estás?
- Muy bien. La verdad es que estamos en la mejor estación del año. Se corre muy a gusto; no hace tanto frío como en el invierno, que por mucho que te abrigues se te cortan los labios y la cara y, además con tanto abrigo no corres a gusto, ni tanto calor como en el verano que cuando llego aquí he perdido mucho líquido por el sudor. Esta temperatura otoñal es muy agradable; por lo que venir hasta aquí es doblemente gratificante: reflexionar contigo la palabra de Dios de cada domingo y el ejercicio físico del footing.
- ¿Entonces tú lo aconsejarías al rico epulón?
- ¡Ya lo creo! Probablemente mientras se banqueteaba opíparamente alguien le estaría abanicando para que el disfrute fuera completo, pero después, cuando cruzó las fronteras del abismo las cosas fueron diferentes: el calor de las llamas lo atormentaban atrozmente. Pero, háblame de la parábola de hoy.
- Quisiera hacer una pequeña introducción para situar esta parábola en si contexto. Lucas era discípulo de Pablo, y con Pablo evangelizaba a los gentiles.
Ahora bien, los judíos habían sido educados en una doctrina solidaria. Sirva de ejemplo el jubileo y todo lo que significa (Cfr. Lev. 25, 10 – 55) y las insistentes amonestaciones de los Profetas (véase, por ejemplo Amós: 4, 1  y 8, 4 – 6). Otra cosa muy distinta es que utilizaban (y utilizan) todas las triquiñuelas para vaciar de contenido dicha doctrina. Pero, como te decía, Pablo, y por consiguiente Lucas se dirigían al mundo griego y romano que tenían bien otra filosofía vital, sobre todo estos últimos, dónde los hombres no eran valorados por su dignidad sino por su fuerza y su riqueza.
Permíteme hacer aquí un pequeño inciso: algunos exegetas dicen que cuando Pablo en tres ocasiones diferentes habla de “mi evangelio” (Rom. 2, 16; 15, 26 y 2ªTim. 2,7)  se refiere a lo que Lucas estaba escribiendo, pues al ser discípulo suyo era como su secretario. Personalmente pienso que al hablar de “mi evangelio” se refería más bien al cuerpo doctrinal que anunciaba a sus iglesias y a las cartas que escribía. De todas maneras resulta evidente, por las circunstancias, que el evangelio de Lucas es el reflejo de la predicación paulina.
Y en este contexto pagano se comprende la insistencia de Lucas en afirmar que las riquezas no son la salvación del hombre, sino que pueden constituir un auténtico obstáculo.
Hace unos domingos hemos visto como un hombre que se disponía a disfrutar a lo grande su abultada cosecha, se moriría aquella misma noche sin que su riqueza se lo impidiera (Lc. 12, 16 – 21); después hemos visto como las riquezas del hijo pródigo lo condujeron a la mayor de las indignidades: cuidar cerdos, mientras que la auténtica felicidad estaba en la casa del padre, gozando de su ternura (Lc.15, 11 – 31); un poco más adelante - en la parábola del administrador infiel que hemos leído el domingo pasado (Lc. 16, 1 – 13) nos enseña a utilizar los bienes no como un fin, sino como medios para alcanzar la salvación (felicidad),), y por último el evangelio de hoy ya es rotundo en su formulación: las riquezas usadas exclusivamente en propio beneficio no conducen a la vida sino a la muerte.
El evangelista habla abiertamente de infierno. Esto es, en definitiva, el meollo de la doctrina del Señor: compartir, compartir y compartir. Ya Juan  a orillas del río Jordán enseñaba: ”El que tenga dos túnicas que comparta con el que no tiene, y que tenga comida, que haga lo mismo” (Lc. 3, 11), y Jesús termina prácticamente su ministerio diciendo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn. 13, 34). Si el rico epulón hubiera actuado de esta manera hubiera compartido con Lázaro, pobre en esta vida, la estancia en el seno de Abrahán.
Con tu permiso quisiera decir dos cosas más.
El discípulo levantó la cabeza, miró al ermitaño y sonrió; sabía perfectamente que el Maestro seguiría hablando con o sin su permiso.
- Me llama poderosamente la atención, siguió el anacoreta, como Abrahán, que es la figura del Padre, se dirige al rico epulón ya condenado en el infierno llamándolo “hijo”. La misericordia de Dios es tan grande que aún aquellos que por elección propia se han alejado de Él para siempre no pierden su filiación.
También resulta muy clara la conclusión de la parábola: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen” pues “si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”.  Cuando uno tiene la cabeza dura y el corazón de piedra es incapaz de escuchar al Señor aunque le hable al oído.
Después de un largo silencio el discípulo sacó de la mochila un papel se lo pasó al ermitaño, y dijo:
- ¿La conoces? ¿Cantamos?
El Maestro asintió con la cabeza y los dos cantaron:
Con vosotros está y no le conocéis,
con vosotros está: su nombre es el Señor. 
Con vosotros está y no le conocéis,
con vosotros está: su nombre es el Señor.
1. Su nombre es el Señor y pasa hambre,
y clama por la boca del hambriento,
y muchos que lo ven pasan de largo,
acaso por llegar temprano al templo. 
Su nombre es el Señor y sed soporta,
y está en quién de justicia va sediento
y muchos que lo ven pasan de largo,
a veces ocupados en sus rezos.
2. Su nombre es el Señor y está desnudo,
la ausencia del amor hiela sus huesos,
y muchos que lo ven pasan de largo,
seguros y al calor de su dinero. 
Su nombre es el Señor y enfermo vive
y su agonía es la del enfermo
y muchos que lo saben no hacen caso,
tal vez no frecuentaba mucho el templo.
3. Su nombre es el Señor y está en la cárcel,
está en la soledad de cada preso,
y nadie lo visita y hasta dicen
"tal vez ese no era de los nuestros". 
Su nombre es el Señor el que sed tiene,
Él pide por la boca del hambriento,
está preso, está enfermo, está desnudo,
pero Él nos va a juzgar por todo eso.

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