Vigésimo séptimo Domingo del tiempo ordinario C
Evangelio
según san Lucas, 17, 5 – 10.
En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor:
— Auméntanos
la fe.
El Señor contestó:
— Si tuvierais
fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y
plántate en el mar.” Y os obedecería.
Suponed
que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del
campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No
le diréis:
“Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como
y bebo, y después comerás y beberás tú”?
¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha
hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid:
“Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer.”
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Después
de los saludos de rigor se sentaron, Maestro y discípulo, cada cual en su
lugar. Era muy pronto todavía y hacía algo de frío; el ermitaño se enrolló en
su capa – así la llamaba él – y el joven cerró su anorak y metió las manos en los bolsillos. Así
estuvieron largo rato hasta que el discípulo
ya cansado de esperar, dijo:
- Maestro, tengo unas cuantas preguntas que hacerte.
- ¡Adelante! Si lo sé, te las contestaré.
- ¿Por qué los apóstoles piden al Señor: “auméntanos
la fe”? ¿tenían o no tenían fe?
Siempre me han dicho que la fe es un don gratuito de Dios. ¿Si es así,
los que no tienen fe no son culpables ya que carecen, no por voluntad propia,
del instrumento imprescindible para salvarse?
- Son preguntas muy complicadas para un pobre
ermitaño como yo, pero intentaré contestarte según mi mejor saber y entender;
empezaré por el final, pues conviene
dejar a Dios el determinar las culpas y los méritos de cada cual, ya que solo
Él puede escrutar hasta lo más profundo los corazones y sabe el porqué de
cada acción u omisión, y todas las circunstancias que ahí convergen.
Intentaré explicar el tema de la fe como don
gratuito contándote una parábola:
Un padre tenía dos hijos. Un día llegó a casa muy
contento pues alguien le había invitado a comer unos nísperos, fruta que él
desconocía y que le había gustado mucho, por lo que se había metido en el
bolsillo dos semillas. Después de haber cantado las loas de fruta tan
exquisita dio una semilla a cada hijo diciendo: “Hijos, os he traído una
semilla a cada uno, os otorgo un pedazo de terreno de mi huerta, os doy una
azada y una pala a cada uno y también un cubo; os indicaré donde está el
riachuelo para que cojáis el agua y reguéis la planta cuando esta lo
necesite”.
Al día siguiente, por la mañana, los dos chicos
fueron al huerto y cada uno sembró en su parcela la semilla de níspero
recibida del padre. Pero a partir de ahí las cosas cambiaron: mientras que
uno, digamos que el más pequeño, todas las mañanas se acercaba al huerto,
miraba la tierra dónde estaba enterrada la semilla, arrancaba alguna hierba
oportunista que se asomaba en el lugar, y regaba cuando había sequía, el otro
olvidó por completo su semilla y ni se asomaba por el lugar, de manera que su
parte del huerto estaba llena de hierbajos. Pero un día hubo una gran
noticia: Habían brotado los nispereros –más correctamente nísperos, ya que el
árbol y el fruto tienen el mismo nombre - ya se podían contemplar. Se decidió
hacer una gran fiesta para celebrarlo, y aquel día también el hermano mayor
fue al huerto a desbrozar el terreno y limpiar los matojos, no para cuidar de
su arbolito, sino para justificar la fiesta familiar; pero al día siguiente
todo siguió igual: el hermano mayor se desentendió de su árbol, que con los
primeros calores del verano se secó, mientras que el más pequeño siguió
cuidándolo cada día, haciendo que aquella semilla pequeña se transformara en
un hermoso y frondoso árbol que cada año se llena de frutos amarillos que son
una gozada para los que lo contemplan y una bendición para los que los
saborean.
Como puedes ver la semilla es un don gratuito de
Dios, y también lo es el huerto, las herramientas, el agua del riachuelo y,
si me apuras, el sol, la lluvia y hasta el viento que ha llevado al árbol a
agarrarse más fuertemente a la tierra; todo, absolutamente todo es don de
Dios, y sólo son necesarios los mimos del hombre para que dé abundante fruto.
Así es la fe. Dios te la regala como una semilla y te ofrece todos los medios
para cuidarla, pero debes hacerlo cada día, en cada circunstancia; no es
suficiente con celebrarla en eventos solemnes como comuniones, matrimonios,
defunciones, fiestas populares, etc. La fe no sobrevive a largas temporadas
de olvido.
- Pero, Maestro, insistió el discípulo, ¿seguro que
el Padre da a cada hijo la semilla del níspero o, si prefieres, el don
inicial de la fe?
- No lo sé, aunque personalmente creo que sí, A lo
mejor no te da la semilla de un fruto vistoso, te da la semilla de un tomate
o de un cardo, pues, ¡adelante! porque al final no te va a juzgar por los
resultados, es decir, por los maravillosos frutos del níspero, sino por el
esfuerzo que has puesto en conseguirlo, como en la parábola de los talentos
(Mt. 25, 14 – 30) En definitiva, amigo mío, la fe es esa pequeña llama que
Dios pone en nuestras manos – véase en ritual del bautismo – y que debemos
cuidar para que se transforme en una hoguera capaz de calentar e iluminar a
tos los que se acerquen.
Y para contestar a tu pregunta te diré que, según mi
opinión los apóstoles tenían fe, pero lógicamente incipiente y raquítica y de
una manera inconsciente intuían que llegaría algún huracán que se los llevaría
por delante, como de hecho sucedió con la pasión y muerte de Jesús que les
dejó totalmente descolocados. Por suerte para ellos y para nosotros con la
resurrección del Señor se levantaron y con la venida del Espíritu se
fortalecieron de tal manera que ya nadie los consiguió derribar.
Me queda todavía la segunda parte del evangelio de
hoy: la parábola. Como sucede con frecuencia esta comparación no rige en
nuestra cultura, es demasiado clasista. Voy a prescindir de ello, porque lo
importante aquí es la sentencia o enseñanza: “Cuándo hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos
siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer””. Debemos ser
humildes; con frecuencia creemos que Dios es nuestro deudor. Hemos hecho
tantas cosas y tan bien que “nos hemos ganado lo que tenemos y más. Por
supuesto que todos seguimos pensando que nos estamos ganando el cielo y
descartamos la idea de que el cielo será un regalo de la misericordia de
Dios. En el fondo esta misma idea interesada subyace ya en aquella
intervención de Pedro: “Ya ves que
nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mc. 10, 28); se
entiende que el Apóstol estaba intentando sacar rédito de su entrega a la
causa de Jesús y lo consiguió pues el Señor le prometió que quién así actúe
recibirá cien veces más en este mundo y la vida eterna (Cfr. Mc. 10, 29 –
30).
Y para terminar te propongo un modelo de oración:
Padre,
te doy gracias por la semilla de
la fe que me regalaste el día de mi bautismo;
por
mi familia, mi parroquia,
tu
palabra, la oración, los sacramentos, herramientas para cuidarla.
También
te doy gracias, por las dudas, contrariedades, sinsabores, rebeldías y
pecados; todos estos vientos y huracanes han hecho que mi fe se haya
hecho más robusta, más resistente y más profundamente enraizada en Ti.
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