martes, 30 de diciembre de 2014

NADA TE TURBE



Solemnidad de Santa María, Madre de Dios.

Evangelio según san Lucas, 2, 16 - 21.
En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y
encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño.
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.
Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

 Era de madrugada. El Maestro había rezado con devoción y a la luz vacilante de su vela el Oficio de Lectura. Lo había paladeado,  saboreado, casi silabeado. Y aunque ya hubiera terminado seguía repitiendo, como si de un estribillo se tratara aquello de:

“Lucero del alba,
luz de mi alma,
santa María.
Virgen y Madre,
hija del Padre,
santa María.
Flor del Espíritu,
Madre del Hijo,
santa María.
Amor maternal
del Cristo total,
santa María.
Amén.

Hacía frío, y en la cueva había mucha humedad. Se acostó de nuevo en su lecho, constituido por un jergón de esparto y hierbas que él mismo había confeccionada y que cada mañana sacaba fuera para que el aire lo ventilara y el sol lo calentara, y se cubrió con su manta que alguien, ya no recordaba quién le había regalado...
Como sucedía con frecuencia tampoco aquella noche se durmió en seguida. Era el momento más duro de la jornada: la oscuridad total y el silencio de la montaña hacía que la soledad hiriera su corazón. Y se dejó llevar por la nostalgia. Recordó las noches viejas pasadas en familia con sus padres hermanos y la abuela, las uvas, los abrazos, los “Feliz Año” intercambiados y la botella de sidra. También recordó experiencias vividas años más tarde, al cruzarse por la calle con jóvenes y adultos trajeados de gala  vomitando en los rincones y la imagen que algunas señoras con abrigo de visón o similar y tacón alto que no se tenían de pié. Y que, en algún caso, a trompicones intentaban caminar descalzas.
Este último recuerdo lo devolvió a la realidad. Un nuevo día se acercaba y con él un nuevo Año. ¡Una nueva oportunidad! No iba a repetirse aquello tan baladí de”año nuevo, vida nueva”, sino a pensar que cada día, cada año, cada minuto es un regalo de Dios para seguir creciendo, caminando hacía el Padre, pero no solo y a escondidas, sino dejando huellas profundas y un rastro bien visible para que otros puedan seguirlo.
Hasta al Maestro habían llegado comentarios de que iba a ser un año muy duro, de que había muchas crisis no solo en el campo económico, sino que la propia sociedad estaba en crisis; había perdido los valores que desde siglos la vertebraban y los habían sustituido por otros que, por su vaciedad, se resquebrajaban  arrastrando consigo todo el entramado que soportaba la convivencia,  la paz, la justicia, la fraternidad y la solidaridad.
De nuevo lo invadió una cierta tristeza hasta que surgieron en su mente aquella frase que Lucas escribe hasta dos veces en su evangelio: “María conservaba todas estas cosas en su corazón” (Lc. 2, 19 y 51).
En el fondo lo acontecido en Belén de Judá, más allá de las circunstancias, era para María (y José) motivo de alegría: el nacimiento de un niño, el saludo  alegre de los pastores, la adoración y regalos de los magos de Oriente, inclusive las profecías de Simeón y Ana animaban, con alguna herida intercalada, el espíritu de una Madre. Es lícito pensar que la angustia  de María y José al buscar al hijo que habían perdido se ve de alguna manera recompensada al encontrarlo   hablando y discutiendo de tú a tú con los doctores de la ley en el templo.    
Pero a partir de aquel momento el silencio más absoluto. El Hijo del Misterio va creciendo y no sucede nada. ¿Estaría acaso equivocada? ¿Lo suyo habían sido puras alucinaciones?  … y el tiempo va pasando, hasta que un día las cosas parecen cambiar. Cuando tenía treinta años – muy mayor para la época – Jesús abandona la casa paterna y se dedica a predicar. ¿Será ahora cuando por fin se van a cumplir todas las profecías? Pues no está muy claro. Es cierto que tiene un grupo de seguidores, pero la mayoría de Israel con sus poderosos al frente lo  detestan. Un día contempla como un grupo de harapientos, facinerosos, de niños y adolescentes incontrolados lo introducen en la Ciudad Santa proclamándolo rey y a los pocos días ve como recurre el mismo camino hecho prisionero. Por último lo acompaña camino del calvario y lo sostiene amorosamente en su larga agonía. ¿Tiene  acaso la Madre algún motivo para esperar? ¿No había sido todo una mentira o una ilusión? Pero María no se desmorona, sigue confiando, porque a lo largo de todos esos años y en medio de esas vicisitudes ella medita la promesa, es decir, todas esas palabras y secretos que guarda en su corazón. 
El año que viene será malo, tus padres, tus hermanos, tus jefes, tus superiores te abandonarán, algunos hasta, borrando tu nombre, pretenderán olvidar tu existencia, pero la promesa que llevas en tu corazón es suficiente para animarte, para abrir tu vida a la esperanza, para pensar, en definitiva, que será un año feliz y próspero.
El Maestro  recitó entonces aquella poesía de Santa Teresa que tanto le gustaba:    
Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda
la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta.
Eleva el pensamiento, al cielo sube, por nada te acongojes, nada te turbe.
A Jesucristo sigue con pecho grande, y, venga lo que venga, nada te espante.
¿Ves la gloria del mundo? Es gloria vana; nada tiene de estable, todo se pasa.
Aspira a lo celeste, que siempre dura; fiel y rico en promesas, Dios no se muda.
Ámala cual merece Bondad inmensa; pero no hay amor fino sin la paciencia.
Confianza y fe viva mantenga el alma, que quien cree y espera todo lo alcanza.
Del infierno acosado aunque se viere, burlará sus furores quien a Dios tiene.
Vénganle desamparos, cruces, desgracias; siendo Dios su tesoro, nada le falta.
Id, pues, bienes del mundo; id, dichas vanas, aunque todo lo pierda, sólo Dios basta.
El Maestro se dio media vuelta en su jergón, se ajustó un poco la manta y se durmió.

 

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