viernes, 26 de diciembre de 2014

SAGRADA FAMILIA


DOMINGO INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

Evangelio según san Lucas 2, 22 - 40.
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de
Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Habla recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no verla la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
— Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel.
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:
— Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.
Habla también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita habla vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

 Envuelto en su roída capa, tiritando de frío a pesar de la lúgubre hoguera que ni calentaba ni iluminaba suficientemente la gruta, el ermitaño reflexionaba sobre la festividad del día y la "palabra" propuesta por la liturgia.   
Era el día de la Sagrada Familia y el evangelio del día narraba la presentación de Jesús en el templo cumpliendo con el mandato de Moisés y el encuentro con aquellos dos ancianos, Simeón y Ana, asiduos a aquel lugar.

Pensaba el ermitaño en la finura y exquisitez de aquella familia que cumplía los mandatos tradicionales  aunque lógicamente estaban exentos de ellos.
¿Cómo se puede consagrar a Dios el que es, desde su concepción, hijo de Dios?

¿Cómo purificar a una mujer, que era inmaculada desde el momento mismo en que fue engendrada, y que quedó embarazada por obra y gracia del Espíritu Santo?

Pero, ¿qué sentido tendría el rebelarse o protestar? Sólo serviría para buscar un protagonismo prematuro y superfluo. A lo largo de su vida pública Jesús se soliviantó varias veces, no contra la Ley sino contra las interpretaciones rabínicas de la misma, pero siempre en defensa de la dignidad de las personas, nunca para ponerse en evidencia a sí mismo.
Esto nos sugiere unas cuantas preguntas: hoy en el mundo - y también en la Iglesia -  se multiplican las  manifestaciones, rebeldías, críticas, insumisiones, con diferentes motivos y variadas coreografías. ¿Cómo valorarlas? ¿dónde está el grano y dónde la paja?

El criterio de discernimiento está claro: si en estos actos se busca la defensa de la persona y de su dignidad y además se proponen alternativas claras y evidentes son justos y loables, pero si detrás de ellos se esconde un cierto protagonismo de los líderes, convocantes y participantes, o cuando se detecta que se trata de la protesta por la protesta sin ofrecer alternativas positivas y viables, es mejor cumplir lo establecido aunque resulte incómodo y no fácilmente comprensible.
Pero el pensamiento del anacoreta se deslizó hacia la figuras de los dos ancianos profetas, Simeón y Ana, quizás por aquello de la sintonía de la edad.
¿Cómo era posible que el nombre de estos dos personajes que muchos catalogarían como "viejos beatos" quedara fijo para siempre en el evangelio al lado de los grandes en la historia de la salvación? Pues sencillamente porque habían hecho un largo camino, adquirido una considerable experiencia y, sobre todo,  estaban abiertos a la luz del Espíritu; todo ello los capacitaba tanto para reconocer al Señor que llegaba, como "hablar de Él a todos los que aguardaban la liberación de Israel".

Llegados a este punto al eremita le apetecía dar dos consejos:
* A los mayores les pediría que se abran a la luz del Espíritu y compartan con humildad, pero sin complejos, con los más jóvenes el tesoro de su fe y de sus vivencias cristianas.

* A los más jóvenes les pediría que no se dejen embaucar por los ídolos de la canción, cine, televisión o del papel couché, y escuchen atenta y cariñosamente a los ancianos que tienen en su familia o en su entorno. ¡Seguro que quedarían extasiados ante tanta sabiduría, enormes vivencias y capacidades proféticas!

 

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