martes, 14 de junio de 2016

EL ROSTRO DE CRISTO.


Duodécimo Domingo del tiempo ordinario C



Evangelio según san Lucas, 9, 18 - 24.
Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó:
   ¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos contestaron:
— Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.
Él les preguntó:
— Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Pedro tomó la palabra y dijo:
— El Mesías de Dios.
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió:
— El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Y, dirigiéndose a todos, dijo:
— El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará.



- Maestro, ¿qué contestarías tu si Jesús te preguntara: ¿quién dices tú que soy yo??
El Maestro quedó en silencio. Era el momento adecuado para hacer ante el discípulo su profesión de fe, pero se sentía inseguro; sentía a la vez miedo y vergüenza. Incluso tenía  miedo de decepcionar a su joven amigo que lo tenía demasiado idealizado. Al fin y al cabo él, el ermitaño, no era más que un pecador que por circunstancias de la vida había elegido vivir en soledad, orando y trabajando, confiando más en la misericordia del Señor que en sus propios méritos que eran muy escasos. ¿Cómo contestar a la pregunta de su amigo? No quería decepcionarlo, pero sentía pudor de desnudar totalmente su alma ante aquel joven, generoso, valiente, comprometido y, sobre todo, amigo suyo.
El discípulo lo miraba fijamente esperando una respuesta, intuyendo, o no, el terremoto que su pregunta había provocado en el espíritu del anacoreta, quien al final contestó:
- Pues probablemente le diría algo así: “Señor, tú eres el arco iris que llena de colores mi vida, la luz que ilumina mi sendero, la esperanza que garantiza mi futuro. Creo, pero aumenta mi fe; te amo, pero purifica mi amor; te adoro pero te ruego: acoge mi humilde oración”.
Los dos quedaron en silencio y al final el Maestro continuó entrando ya en el tema del día:
- Yo dividiría el evangelio de hoy en tres partes:
1ª Parte: “Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos”. Parece una  paradoja, o bien estaba solo o bien estaba acompañado por sus discípulos, Personalmente tengo una respuesta clara: estaban todos, Jesús y sus discípulos, pero sólo Jesús oraba, solo Él dialogaba con el Padre, solo Él estaba preparado para esa relación íntima con el Padre. Entonces ¿qué hacían los demás? El evangelista no lo dice. Yo supongo que estarían rezando, recitando la Torá o los Salmos.
- ¿Quieres decir, Maestro, que hay diferencia entre “rezar” y “orar”?
- Yo, más allá del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, haría algunas matizaciones.  Rezar es recitar pública o privadamente oraciones litúrgicas o piadosas, y poco más. Orar es entrar en un diálogo íntimo con el Señor, de escucha, de alabanza, de petición o de acción de gracias. Rezar es bueno y necesario. Algunos se limitan a esto,  lo que es tremendamente empobrecedor; lo harían también los loros o cualquier aparato reproductor de audio; otros no saben o no pueden ir más lejos, e, indudablemente, Dios tendrá en cuenta su esfuerzo y su buena voluntad. También es cierto que muchos oran rezando.
2ª Parte: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”.  A esta pregunta precedió otra: “¿quién dice la gente que soy yo” que provocó una catarata de respuestas: “unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas”. Pero a Jesús eso no le interesaba, además lo sabía de sobra. Quería saber como lo percibían ellos, los discípulos, que eran testigos inmediatos y directos de su vida, de su predicación, de sus milagros, en definitiva de su palabra y, muy especialmente, de su ternura.
Es necesario conocer al Jesús histórico, al Jesús de la Biblia, al Jesús de la Teología, o,  más sencillamente, al Jesús del Catecismo, pero los creyente debemos dar un paso más y hablar del Jesús de la experiencia. Debemos formularnos preguntas como éstas: “¿Quién es Jesús para mí?, “¿Qué espacio tiene en mi vida?”.  Pablo lo explica de manera clara y maravillosa: “yo vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20), es decir, yo soy la barca, pero el que lleva el timón es Él; me lleva cuando quiere, dónde quiere y el tiempo que quiere.
3ª Parte: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a si mismo, tome su cruz cada día y me siga”. Esta afirmación de Jesús parece una máxima más de las muchas que nos ha ofrecido, pero no, es la consecuencia de todo lo anterior: cuando a través de la oración has descubierto el verdadero rostro de Cristo, su ternura, has interactuado con Él, acabarás, desde tu propia libertad, identificándote totalmente con Él, despojándote de todo lo superfluo, y siguiéndole por los caminos de Galilea, de Judea y sobre todo por el camino del Calvario, es decir, cargando también tú con la cruz.
- A tus manos encomiendo mi espíritu, dijo el discípulo.
- Buena referencia la que me citas. Es el grito de confianza que nos lanza el Salmo 30 (31),  que pronunció Jesús al expirar, (Lc. 23, 46) e inspiró al diácono Esteban cuando en el auge de su martirio exclamó: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hech. 7, 59). Estos ejemplos están ubicados en situaciones límite, que actualmente no es nuestro caso, pero sí,  podemos y debemos exclamar: “A tus manos, Señor, encomiendo mi Vida; guíala, condúcela, llévala a buen puerto”.


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