Duodécimo Domingo del tiempo ordinario C
- Maestro, ¿qué contestarías tu si Jesús te preguntara: ¿quién dices tú
que soy yo??
El Maestro quedó en
silencio. Era el momento adecuado para hacer ante el discípulo su profesión
de fe, pero se sentía inseguro; sentía a la vez miedo y vergüenza. Incluso
tenía miedo de decepcionar a su joven
amigo que lo tenía demasiado idealizado. Al fin y al cabo él, el ermitaño, no
era más que un pecador que por circunstancias de la vida había elegido vivir
en soledad, orando y trabajando, confiando más en la misericordia del Señor
que en sus propios méritos que eran muy escasos. ¿Cómo contestar a la
pregunta de su amigo? No quería decepcionarlo, pero sentía pudor de desnudar
totalmente su alma ante aquel joven, generoso, valiente, comprometido y,
sobre todo, amigo suyo.
El discípulo lo miraba
fijamente esperando una respuesta, intuyendo, o no, el terremoto que su
pregunta había provocado en el espíritu del anacoreta, quien al final
contestó:
- Pues probablemente le
diría algo así: “Señor, tú eres el arco iris que llena de colores mi vida, la
luz que ilumina mi sendero, la esperanza que garantiza mi futuro. Creo, pero
aumenta mi fe; te amo, pero purifica mi amor; te adoro pero te ruego: acoge
mi humilde oración”.
Los dos quedaron en
silencio y al final el Maestro continuó entrando ya en el tema del día:
- Yo dividiría el
evangelio de hoy en tres partes:
1ª Parte: “Jesús estaba orando solo, lo acompañaban
sus discípulos”. Parece una paradoja, o bien estaba solo o bien estaba
acompañado por sus discípulos, Personalmente tengo una respuesta clara:
estaban todos, Jesús y sus discípulos, pero sólo Jesús oraba, solo Él
dialogaba con el Padre, solo Él estaba preparado para esa relación íntima con
el Padre. Entonces ¿qué hacían los demás? El evangelista no lo dice. Yo
supongo que estarían rezando, recitando la Torá o los Salmos.
- ¿Quieres decir, Maestro,
que hay diferencia entre “rezar” y “orar”?
- Yo, más allá del
Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, haría algunas
matizaciones. Rezar
es recitar pública o privadamente oraciones litúrgicas o piadosas, y poco
más. Orar es entrar en un diálogo
íntimo con el Señor, de escucha, de alabanza, de petición o de acción de
gracias. Rezar es bueno y necesario. Algunos se limitan a esto, lo que es tremendamente empobrecedor; lo
harían también los loros o cualquier aparato reproductor de audio; otros no
saben o no pueden ir más lejos, e, indudablemente, Dios tendrá en cuenta su
esfuerzo y su buena voluntad. También es cierto que muchos oran rezando.
2ª Parte: “Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. A esta pregunta precedió otra: “¿quién dice la gente que soy yo” que
provocó una catarata de respuestas: “unos,
que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de
los antiguos profetas”. Pero a Jesús eso no le interesaba, además lo
sabía de sobra. Quería saber como lo percibían ellos, los discípulos, que
eran testigos inmediatos y directos de su vida, de su predicación, de sus
milagros, en definitiva de su palabra y, muy especialmente, de su ternura.
Es necesario conocer al Jesús histórico, al Jesús de
la Biblia, al Jesús de la Teología, o, más sencillamente, al Jesús del Catecismo,
pero los creyente debemos dar un paso más y hablar del Jesús de la
experiencia. Debemos formularnos preguntas como éstas: “¿Quién es Jesús para
mí?, “¿Qué espacio tiene en mi vida?”. Pablo lo explica de manera clara y
maravillosa: “yo vivo, pero no soy yo
el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20), es decir, yo soy
la barca, pero el que lleva el timón es Él; me lleva cuando quiere, dónde
quiere y el tiempo que quiere.
3ª Parte: “Si
alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a si mismo, tome su cruz cada
día y me siga”. Esta afirmación de Jesús parece una máxima más de las
muchas que nos ha ofrecido, pero no, es la consecuencia de todo lo anterior:
cuando a través de la oración has descubierto el verdadero rostro de Cristo,
su ternura, has interactuado con Él, acabarás, desde tu propia libertad,
identificándote totalmente con Él, despojándote de todo lo superfluo, y
siguiéndole por los caminos de Galilea, de Judea y sobre todo por el camino
del Calvario, es decir, cargando también tú con la cruz.
- A tus manos encomiendo mi espíritu, dijo el
discípulo.
- Buena referencia la que me citas. Es el grito de
confianza que nos lanza el Salmo 30 (31), que pronunció Jesús al expirar, (Lc. 23, 46)
e inspiró al diácono Esteban cuando en el auge de su martirio exclamó: “Señor
Jesús, recibe mi espíritu” (Hech. 7, 59). Estos ejemplos están ubicados en
situaciones límite, que actualmente no es nuestro caso, pero sí, podemos y debemos exclamar: “A tus manos,
Señor, encomiendo mi Vida; guíala, condúcela, llévala a buen puerto”.
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