lunes, 27 de junio de 2016

LOS SETENTA Y DOS.


Decimocuarto Domingo del tiempo ordinario C



Evangelio según san Lucas, 10, 1 - 12. 17 - 20.

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía:
— La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies.
¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino.
Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa.” Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros.
Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: “Está cerca de vosotros el reino de Dios.”
Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: “Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios.”
Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo.
Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron:
— Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.
Él les contestó:
— Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo.



Después de la carrera matinal y de haberse refrescado en el manantial, el discípulo se dirigió a la entrada de la cueva donde ya esperaba el ermitaño sentado en el lugar de costumbre.
- Buenos días, Maestro, dijo, ¿cómo estás? ¿has descansado bien o hace demasiada calor en la cueva?.
Al Maestro le sorprendió esta manera poco común de saludar, pero no quiso entrar a trapo, dando por hecho que en el saludo inusual del discípulo había tan solo puro interés por el bienestar de su persona.
- Buenos días, amigo mío, Estoy bien, ¡gracias!, y  te aseguro que no paso calor. Aquí arriba puede hacer cinco o seis grados menos de temperatura que en el valle, y como en mi residencia  - el término hizo que el joven soltara una carcajada – hay mucha ventilación, puedo afirmar que hay momentos de la noche en que el frío se hace respetar.
Y sin que mediara ningún  elemento de transición siguió diciendo el discípulo:
- ¡Qué interesante es el evangelio de hoy: Jesús envía a setenta y dos personas por delante para que, como embajadores, anuncien su cercanía, les da pautas de comportamiento y como, al final, estos enviados vuelven satisfechos y hasta asombrados de su misión!
- Has hecho un buen resumen del texto evangélico, pero yo me voy a parar en el envío porque aquí algo está fallando. Jesús elige a doce apóstoles (cfr. p. ej. Mc. 3, 13 – 19), pero envía a otros muchos a  proclamar el kerigma. Tristemente la estructura de la Iglesia se ha fundamentado sólo en aquellos dejando totalmente marginados a estos.  Resulta evidente que hay que olvidar una iglesia exclusivamente clerical y caminar hacia una comunidad de creyentes cuya única meta y ambición es la instauración del Reino de Dios, y dónde los clérigos, sean del rango que sean, realicen honradamente su misión específica, siendo, y sintiéndose, tan solo “primus inter pares”, estimulando, apoyando y favoreciendo a que los otros setenta y dos realicen plenamente su misión, no como sustitutos, delegados o subalternos, sino como agentes con vocación propia a quienes el Señor Jesús envía para el cumplimiento de la evangelización.
En esto nos han precedido proféticamente las iglesias reformadas, que con mayor o menor acierto y no siempre con el éxito deseado, han puesto en manos de los fieles la misión de anunciar y catequizar.
- Maestro, ¿se puede aplicar aquí las palabras de Jesús cuando dice: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.

Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.

Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.

Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos.

Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.

No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo.

El primero entre vosotros será vuestro servidor.

El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»? (Mt. 23, 1 – 12)
- Jesús tiene a veces expresiones muy fuertes, y esta es una de ellas. Como categoría no es aplicable a la jerarquía ya que esta tiene una legitimidad de la que carecían los escribas y fariseos, pero como comportamiento podemos encontrar algunas similitudes. Digamos que a veces se parecen al perro del hortelano que ni comen ni dejan comer.
- Tengo entendido, Maestro, que en esto la Iglesia ha cambiado mucho.
- Creo que ha cambiado mucho, pero no lo suficiente. El cambio se inicia a finales del siglo XIX y principios del siglo XX - ¡hace más de cien años! – cuando en Europa los cristianos su fueron organizando en grupos políticos para proponer y/o defender sus valores; más tarde estos grupos, o parte de ellos derivan hacía grupos de pastoral (Acción Católica) que, aunque de una manera muy subordinada y dirigida colaboran en la buena marcha de la Iglesia.
El tema alcanzó su auge en el Concilio Vaticano II, conocido por algunos como el Concilio para los laicos, definición que me parece un poco exagerada, que en un decreto aprobado el 18 de Noviembre de 1965 por 2340 votos favorables sobre 2340 votantes, estudia y propone con suficiente claridad el papel de los laicos y su misión en la Iglesia.
Pero, como reza el refrán, del dicho – en este caso del escrito – al hecho hay mucho trecho y a los casi 50 años de la promulgación del mencionado decreto todavía queda mucho camino por hacer.
Otra cosa hay que decir: la Iglesia no llegó a este punto por iniciativa propia o de una manera profética, sino a rebufo de las necesidades. Quizás lo más meritorio de todo esto sea que lo reconoce abiertamente en el mismo Proemio del Decreto – Apostolicam Actuositatem – cuando dice:  “Además, en muchas regiones, en que los sacerdotes son muy escasos, o, como sucede con frecuencia, se ven privados de libertad en su ministerio, sin la ayuda de los laicos, la Iglesia a duras penas podría estar presente y trabajar.
Prueba de esta múltiple y urgente necesidad, y respuesta feliz al mismo tiempo, es la acción del Espíritu Santo, que impele hoy a los laicos más y más conscientes de su responsabilidad, y los inclina en todas partes al servicio de Cristo y de la Iglesia”, es decir, no valoramos y convocamos a los laicos a la tarea evangelizadora por ser un derecho inherente a su sacerdocio común, sino porque los necesitamos como remiendos en situaciones de desgarro.
En definitiva, amigo mío, la Iglesia la configuramos de igual manera los doce, los setenta y dos y todos aquellos que con buena voluntad se asomen a ella buscando la luz de la fe.
Después de un largo silencio en que se escuchaban solo el alegre cantar de los pájaros y el murmullo de las aguas del riachuelo los dos cantaron a una sola voz:
Somos un pueblo que camina,
y juntos caminando podremos alcanzar
otra ciudad que no se acaba,
sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad.

Somos un pueblo que camina,
que marcha por el mundo buscando otra ciudad.
Somos errantes peregrinos
en busca de un destino, destino de unidad.
Siempre seremos caminantes,
pues sólo caminando podremos alcanzar
otra ciudad que no se acaba,
sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad.

Sufren los hombres, mis hermanos,
buscando entre las piedras la parte de su pan.
Sufren los hombres oprimidos,
los hombres que no tienen ni pan ni libertad.
Sufren los hombres, mis hermanos,
mas Tú vienes con ellos y en Ti alcanzarán
otra ciudad que no se acaba,
sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad.

Danos valor para la lucha,
valor en las tristezas, valor en nuestro afán.
Danos la luz de tu Palabra,
que guíe nuestros pasos en este caminar.
Marcha, Señor, junto a nosotros,
pues sólo en tu Presencia podremos alcanzar
otra ciudad que no se acaba,
sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad.

Dura se hace nuestra marcha,
andando entre las sombras de tanta oscuridad.
Todos los cuerpos desgastados,
ya sienten el cansancio de tanto caminar;
pero tenemos la esperanza
de que nuestras fatigas al fin alcanzarán
otra ciudad que no se acaba,
sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad.


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