domingo, 31 de julio de 2016

IGLESIA, PEQUEÑO REBAÑO


Decimonoveno Domingo del tiempo ordinario C

Evangelio según san Lucas 12, 32-48
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.
Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón.
Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.
Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.
Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete.
Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
Pedro le preguntó:
 Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?
El Señor le respondió:
— ¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas?
Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes.
Pero si el empleado piensa: “Mi amo tarda en llegar”, y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles.
El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos.
Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.

El ermitaño recordó aquella mañana una conversación que había tenido en su día con un compañero de trabajo:
 - Las homilías del cura de mi parroquia son siempre un “replay”.
- ¿Un replay? preguntó nuestro protagonista un tanto intrigado.
- Sí, un aburrido replay. Me explico: A lo mejor, un hombre religioso como tú escucha con atención y devoción la lectura del evangelio cada domingo, pero los demás cuando escuchamos las primeras frases de la lectura ya damos por conocida toda la historia por muy escuchada y en seguida desconectamos. Ahora bien si el predicador explica con gracia lo leído, nos abre nuevos horizontes conectamos de nuevo y disfrutamos de la palabra; pero mi párroco no, cuando termina la lectura, dice “Palabra del Señor” y todos nos sentamos.
A continuación pulsa el botón “replay” y su homilía consiste en repetir lo que se ha leído, explicando alguna frase que ya estaba suficientemente clara, omitiendo alguna que le resulta incómoda o que ha olvidado, y termina con una moraleja que cualquiera de nosotros hubiéramos sacado sin mayor dificultad; por lo que al aburrimiento de una lectura muy conocida se añade el aburrimiento de una repetición explicativa.
El ermitaño recordaba con frecuencia esta anécdota que le estimulaba en su reflexión personal y en el diálogo con el discípulo a no quedarse solo en el texto, sino examinar el contexto, e intentar descubrir o por lo menos intuir qué hay en el trasfondo de cada texto y de cada palabra.
El anacoreta había leído varias veces el evangelio del día, - y no se había aburrido en absoluto – y había fijado su atención sobre todo en el primer versículo y en el último.

Versículo 32: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Jesús es consciente de que los suyos serán siempre una minoría. Es muy cierto que mandó a sus discípulos : “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc. 16, 15), pero el resultado de esa evangelización de ese esfuerzo misionero será siempre “un pequeño rebaño”. La Iglesia tiene por mandato divino una vocación universal y por experiencia propia y amonestación de Jesús conciencia de ser minoría, es decir, “pequeño rebaño”. Pero al mismo tiempo desde esa pequeñez y esa minoría también debe  tener el profundo convencimiento de ser:
* “la sal de la tierra” (Jn. 5, 13). Ese puñadito de sal que utiliza el cocinero para dar sabor a toda la comida;
* “la luz del mundo” (Jn. 5, 14). Esa lámpara que se coloca en el candelero para alumbrar a todos los de casa;
* “esa levadura que la panadera amasa en las tres medidas de harina (Lc. 13, 21);
* ese grano de mostaza, semilla diminuta,  pero principio de un gran arbusto, capaz de cobijar en sus ramas los pajarillos del cielo (Cfr. Mc. 4, 32).
Somos, en definitiva, un pequeño rebaño con una vocación no de “ser” sino de “servir” a toda la humanidad.
A continuación Jesús habla de los buenos y malos discípulos, de los “que sirven a” y de los “que se sirven de” sus amos. Por desgracia también en la Iglesia ha habido y hay muchos que se han servido de ella para medrar, para prosperar, para trepar, pero esos tales no pertenecen al pequeño rebaño, son otra cosa, porque a su pequeño rebaño Jesús prometió de antemano y con toda solemnidad el Reino: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”
Versículo 48: “ … Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá”.  Estas sí que son dos frases lapidarias, y van dirigidas a dos mundos diferentes aunque muchas veces convergentes que podríamos definir como el poder económico y el poder político o administrativo.
Con respeto al poder económico o la posesión y control de los bienes materiales somos conocedores y lo hemos manifestado reiteradas veces que los que los manejan son tan solo administradores y deben tener en cuenta el fin último de los mismos; por eso cuando venga el Señor mucho les reclamará y si no han estado a la altura  los castigará con rigor. Y lo mismo pasará con los que tienen poder político, a los cuales han sido confiadas la suerte y el bienestar de sus súbditos. A ellos se les ha confiado mucho, por eso se les pedirá mucho más.
Pero el ermitaño rezaba por los que estaban constituidos en poder dentro de la Iglesia: por el Papa, los obispos, los sacerdotes, los religiosos. Dejando de un lado al Papa que está muy lejos, en la cúspide, ¿se preocupan los obispos por sus sacerdotes? ¿cuánto hay en ellos de padre y cuánto hay de patrón?  ¿Cuánto tiempo dedican a escuchar, a animar, a mimar (“no tengan miedo a la ternura” decía el Papa Francisco) y a perdonar, si fuera menester, y cuánto a sermonear, a juzgar y a organizar grandes y pequeños eventos?  Y lo mismo los religiosos y religiosas, superiores y superioras de monasterios, provincias, regiones o comunidades: ¡Cuánto sufrimiento, cuántas vidas amargadas y con frecuencia rotas por falta de atención, de seguimiento, de comprensión y de ternura!
Con estos pensamientos el ermitaño se había puesto triste. Se levantó, dio unos cuantos pasos. Se puso rodillas y con los brazos levantados como Moisés en la montaña cerca de Rafidim (Cfr. Ex. 17, 8 – 16) , rezó:
El Señor es mi pastor,
nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar,
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.



domingo, 24 de julio de 2016

MIS BIENES = TU RIQUEZA


Decimoctavo Domingo del tiempo Ordinario C

Evangelio según san Lucas, 12, 13 - 21.
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús:
 Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.
Él le contestó:
 Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?
Y dijo a la gente:
 Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.
Y les propuso una parábola:
 Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.”
Y se dijo:
“Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.”
Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?”
Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.»



Las cinco de la madrugada. El ermitaño ya había rezado el Oficio de Lecturas y hecho una hora de meditación, cuando salió de su cueva para estirar un poco las piernas, hacer algún ejercicio gimnástico y desentumecer así los músculos. Aunque era pleno verano, allá arriba en la montaña y a aquellas horas de la madrugada corría un aire frío que  cortaba el respirar. El ermitaño entró en su cueva para el coger el harapo al que solemnemente denominaba capa.
Durante algún tiempo será más anacoreta que nunca, pues el discípulo que lo visita cada domingo para compartir oración y reflexión  se ha cogido un tiempo para hacer una experiencia diferente. El año anterior había compartido la experiencia de las comunidades de Taizé en Francia y de Bose en Italia. Este año pensaba acercarse a los pobres, llevado de la mano de los Hermanitos de Jesús de Charles de Foucauld y de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa. Aunque sentía la ausencia de su joven amigo se alegraba que durante el tiempo de verano adquiriera otras experiencias eclesiales para enriquecer su bagaje espiritual y fundamentar su vocación vital.
Abrió la Biblia en el evangelio del día, Lc., 12, 13 – 21) y lo leyó en voz baja pero, eso sí, vocalizando bien cada palabra, quizás con el secreto deseo de que lo escucharon los pajarillos que empezaban a bailar en su entorno.
Siempre le había causado una cierta conmoción este pasaje evangélico, sobre todo la parábola y su moraleja. Es cierto que Jesús predicó la pobreza, pero una pobreza digna y confiada en el amor del Padre; no encuentra en ninguna parte del evangelio loas a la pobreza que anula al hombre y hace que no disponga de lo imprescindible para vivir. Entonces ¿Dónde erró el hombre rico del Evangelio? ¿Tenía que hacer de modo que su cosecha o parte de ella se pudriera en el campo?  No, en absoluto. Hizo bien en ampliar sus graneros y almacenar su cosecha, pero a partir de ahí todo fue un error. Ese hombre rico se alejó de Dios, ya no necesitaba nada de Él, o eso creía. Cada mañana se postraba en adoración ante sus graneros repletos en los que había depositado toda su confianza, por eso Dios le dijo: “te equivocas, la riqueza no lo es todo, esta noche morirás y tus muchos bienes no son capaces de impedirlo”.
En estas andaba el ermitaño cuando pensó: “si estuviera aquí el discípulo preguntaría: ¿entonces son malas o buenas las riquezas, y que se debe hacer con ellas?
Los bienes son buenos, son un regalo de Dios al hombre. En el libro del Génesis, 1, 28 – 29, se lee: “Dios los bendijo; y les dijo Dios: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla, dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra”. Y dijo Dios: “Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la superficie de la tierra y todos los árboles frutales que engendran semilla: os servirán de alimento”.
Ante la posesión de los bienes hay que tener en cuenta los siguientes puntos:
a)    – procedencia;
b)     - destino;
c)    – fin último.
A – Procedencia. Dice el Génesis, 3, 19: “Comerás el pan con sudor de tu frente”; los bienes más respetables son los que se consiguen con el propio trabajo, cuando es legítimo y honrado. A este si equiparan los recibidos por herencia o donación, siempre que mantengan los mismos parámetros de honradez y legitimidad. Por supuesto hay que descartar toda donación por intereses – o corrupción – o el dinero fácil, proveniente del uso o abuso de las personas, de su dignidad y de su salud, aunque el conseguirlo y administrarlo suponga mucho esfuerzo y riesgo personal. Estos bienes, que en nuestras sociedades suelen ser considerados ilegales, no son agradables a los ojos de Dios.
B – Destino.  Cada individuo o familia tiene derecho a utilizar los bienes de su propiedad  para su bienestar, y el bienestar de los suyos, así como el desarrollo, humano, cultural y espiritual propio y de los suyos, pero no perdiendo nunca de vista el fin último de los mismos.
C – Fin último. Si hubiera estado el discípulo el ermitaño se hubiera explayado a gusto citando las encíclicas y demás documentos que configuran la Doctrina Social de la Iglesia, desde León XIII y la encíclica “Rerum Novarum” hasta nuestros días, subrayando muy especialmente la “Mater et Magistra” de Juan XXIII.  De todo ello resulta claro que los bienes, aunque privados y como tal deben ser respetados, tienen siempre una dimensión social. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio (2403) y “El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que puedan aprovechar no sólo a él, sino también a los demás” (GS 69, 1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos (2404).
En definitiva el hombre de la parábola, que talvez hubiese recibido sus bienes de manera correcta y legal, alejó su corazón de Dios, confió exclusivamente en el poder de su riqueza, que por un lado adoraba, cual becerro de oro, y por otro lado dominaba como señor absoluto, sin tener en cuenta la necesidad de los demás, los muchos Lázaros que estuviesen mendigando a su puerta (Cfr. Lc. 16, 19 -31 cuyo texto proclamaremos dentro de algún tiempo).
El ermitaño se levantó, estiró un poco las piernas que se habían quedado un tanto entumecidas y se puso a cantar a media voz:


Cuando alguien sufre y logra su consuelo,
cuando espera y no se cansa de esperar,
cuando amamos aunque el odio nos rodee,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando crece la alegría y nos inunda,
cuando dicen nuestros labios la verdad,
cuando amamos el sentir de los sencillos,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando abunda el bien y llena los hogares,
cuando alguien donde hay guerra pone paz,
cuando «hermano» le llamamos al extraño,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar.
         


domingo, 17 de julio de 2016

ABBA (Padre)


Decimoséptimo Domingo del tiempo ordinario C

Evangelio según san Lucas, 11, 1 – 13.
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
— Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Él les dijo:
— Cuando oréis decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación.”
Y les dijo:
 Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle:
“Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle.”
Y, desde dentro, el otro le responde:
“No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos.”
Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues así os digo a vosotros:
- Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»



- Señor, enséñame a orar como Juan enseñó a sus discípulos,  dijo el discípulo a modo de saludo al acercarse al Maestro.
- Buenos días, amigo mío, si quieres te enseño el Padre Nuestro, pero estaba convencido  que ya lo sabías, le contestó el ermitaño siguiendo la chanza del joven.
- Sí, Maestro, lo aprendí hace ya muchos años; era todavía muy pequeño cuando me lo enseñó mi abuela, y con frecuencia lo rezaba con ella y también con mis padres, y todo esto mucho antes de iniciar la catequesis de primera comunión.
- Ya te conté alguna vez que yo, y no pretendo crear escuela, distingo “rezar” y “orar”. Rezar es balbucear, recitar, leer o cantar una oración preexistente, o bien escrita o bien memorizada. Para que no me riñas te diré que todos los diccionarios de la lengua española citan “rezar” y “orar” como sinónimos;  yo, no obstante, y siguiendo con mi discurso  digo que orar es intimar con Dios en un diálogo personal, pidiendo, agradeciendo, alabando y sobre todo escuchando su palabra, deleitándose en ella, asimilarla y hacerla vida. En este sentido la oración es siempre personal. Se entiende como oración comunitaria la suma de las oraciones particulares que pueden estar estimuladas por la lectura de un texto sugerente que pretende pautar el camino de la oración individual.
Pero para que no te quedes solo con mis palabras te voy a citar algunos grandes teólogos que, además, puedes encontrar en todas las páginas que le hablen de la oración:
*  "La oración es una conversación o coloquio con Dios" (San Gregorio Niceno).
*  "La oración es hablar con Dios" (San Juan Crisóstomo).
*  "La oración es la elevación de la mente a Dios" (San Juan Damasceno).
- Maestro, dijo el discípulo, háblame del evangelio de hoy.
- Ante todo decirte que el Padre nuestro es la más bella oración para rezar y el más sublime texto para orar. En él encontramos todo lo que Jesús nos dice y todo lo que podemos decir al Padre. Es un texto ambivalente o si prefieres una vía de doble sentido; al enseñárnoslo el Señor nos indica todo lo que podemos y debemos decir al Padre, pero también lo que el Padre quiere escuchar de nosotros y desea concedernos. El Padre nuestro no es una oración sino es la Oración; cualquier otra plegaria si inspira, se fundamenta y brota del Padre nuestro.
Con esta oración Jesús revoluciona totalmente el concepto de Dios. En el Antiguo Testamento ya aparece el concepto de la paternidad divina. Te cito algunos pasajes:
En Éxodo, 4, 21 – 22, el Señor dijo a Moisés lo que a su vez tenía que decir al faraón: “Así dice el Señor. Israel es mi hijo primogénito. Yo te digo: deja salir a mi hijo para que me dé culto”.
Jeremías, 31, 20, en un oráculo del Señor dice: “Efraín es mi hijo querido, él es mi niño encantador… lo quiero intensamente”.
El Autor de los Proverbios, 3, 11 – 12, sin afirmar que el destinatario de sus consejos sea hijo de Dios, compara la actuación del Señor como la de un padre: “Hijo mío, no rechaces la represión del Señor, no te enfades cuando te corrija, porque el Señor corrige a los que ama como un padre al hijo preferido.
Y por último, Oseas, 11, 1  dice: “Cuando Israel era joven lo amé y de Egipto llamé a mi hijo, y a continuación narra con todo lujo de detalles los gestos de cariño y de ternura con que lo había mimado.
Ahora bien, como te decía en el Antiguo Testamento aparecen estos resquicios de paternidad, pero no son personalizados sino socializados, es decir, Dios es el Padre (principio, impulsor) del Pueblo de Israel, pero no era concebido como tal por cada uno de sus miembros, para los cuales Dios era Yavé, El que Es,  y al que no se podía nombrar.
Y, como te decía,  Jesús revoluciona este concepto. Dios es su Padre. No te voy a traer ninguna cita porque el evangelio está plagado de ellas desde cuando se queda en el templo a los doce años y contesta a María y a José: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais  que yo debía estar en las cosas de mi Padre (Lc. 2, 49), hasta después de su resurrección  cuando al encontrarse  con la Magdalena junto al sepulcro vacío le dice: “No me retengas, que todavía no he subido al Padre” (Jn. 20, 17).
Pero esa paternidad no la retiene solo para sí, sino que la extiende a todos. Tan solo dos citas: “No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso”. (Mt. 6, 31 – 32), y continuando el diálogo con la Magdalena antes citado dice: “ Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro” (Jn. 20, 17). Ahora bien, lo más hermoso de todo es que cuando nos enseña a orar nos indica que no  llamemos a Dios “Señor”, o cualquier otro epíteto altisonante, sino sencilla y amorosamente “Abbá”.
- ¿Abbá?
- Sí, Abbá. Jesús hablaba en arameo, pero los evangelios (salvo probablemente Mateo), los demás escritos neotestamentarios y, en definitiva, la mayor parte de la predicación se hizo en griego, en latín un poco más tarde, y en otras lenguas locales, y los anunciadores no encontraban una traducción exacta para el vocablo “abba”. El “πατρ” griego y el “pater” latino eran como dicción mucho más abruptos y como contenido más autoritarios que el “abbá” arameo que de una manera muy dulce expresaba cercanía, confianza y ternura; y en el intento de ser lo más exactos posibles colocan los dos términos: el original y la su traducción más posible. Así Marcos, 14, 36, describiendo la oración angustiosa de Jesús en Getsemaní, escribe: “¡Abbá!, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mi este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”.  No consigo imaginarme a Jesús diciendo: “¡Abba! Padre”, si caso diría “abba” una y otra vez y mil veces más. Pablo encuentra la misma solución para resolver lo que no tiene resolución, y así en Romanos, 8, 15 escribe: “Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá! Padre”” y en Gálatas 4, 6 dice: “como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abbá! Padre”.  Creo que resulta meridianamente evidente la intención de estos autores en destacar que entre “abbá” y cualquier de sus posibles traducciones hay barreras infranqueables. Sugiero, pues, que cuando reces o recites individualmente el Padre Nuestro, digas algo así como “papi”, “papaíto” o la fórmula más cariñosa que tenías para dirigirte a tu padre cuando eras un niño.
- Tendré que aprender el Padre nuestro en arameo, susurró el discípulo.
- Es un buen propósito, pero mientras tanto ¿por qué no lo rezamos pausadamente en español?
Y así lo hicieron.
Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.
Amén”.



martes, 12 de julio de 2016

EN BETANIA


Decimosexto Domingo del tiempo ordinario  C



Evangelio según san Lucas, 10, 38 - 42.
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo:
— Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.
Pero el Señor le contestó:
— Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.



Aquella mañana de domingo cuando el Maestro salió de su cueva el discípulo ya estaba sentado en su sitio de costumbre. Se levantó y con una sonrisa de oreja a oreja dijo:
- Buenos días, Maestro, ¿¡eh! hoy se le han pegado las sábanas?
El Maestro hesitó un poco al contestar, pues llevaba mucho tiempo levantado, había rezado el Oficio de lecturas, hecho su oración personal, sus ejercicios gimnásticos, y, además, no tenía sábanas; pero optó por encajar la broma de su amigo, y contestó:
- Es que la comodidad de esta suite, la música ambiental y las sábanas de seda natural me han provocado un sueño profundo; tenía mucha pereza de levantarme.
El joven soltó una carcajada, el anacoreta sonrió y aquel volvió a la carga:
- ¿Maestro, conoces Betania, ¿es bonita?
- El lugar que tienen los PP. Franciscanos donde se recuerda los relatos evangelios referentes a esta aldea, la iglesia, los restos arqueológicos contemporáneos a Jesús, el jardín, etc. es verdaderamente bonito, el resto del pueblo, como casi todos los pueblos próximos, deja mucho que desear.
- ¿Y el relato que nos ofrece la liturgia de hoy?
- El relato en sí es maravilloso, pero del punto de vista histórico tiene bastantes lagunas. Me explico.
- Sí, Maestro, explícate.
- Como te he dicho muchas veces no soy exegeta, y lo que te pueda decir es pura intuición.
Lucas hace un extracto con fines catequéticos de un hecho histórico, pero obviando muchos detalles.
- ¿Cuáles?
- Según la narración en Betania vivían dos hermanas, Marta y María, e invitaron a Jesús a comer. Marta preparaba la comida y María escuchaba a Jesús. Yo formulo varias preguntas: Toda familia  que se preciara se fundamentaba en un varón, ¿dónde estaba Lázaro?, ¿hubiera ido Jesús a comer, sólo, con dos mujeres? El evangelio dice: “Yendo ellos (Jesús y sus discípulos) de camino, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa”, y yo me pregunto: ¿los apóstoles comieron de bocadillo o fueron al restaurante más cercano?  y, por último, el texto dice: “Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios”. ¿Significaba tanto trabajo para una ama de casa de aquella época preparar la comida para tres personas?
Partiendo de estas preguntas yo formulo una historia alternativa: en una aldea llamada Betania había una familia formada por lo menos por tres hermanos, Lázaro, Marta y María. Eran amigos y seguidores de Jesús, de manera que cuando este y su “pandilla” pasaban por allí, a camino o regreso de Jerusalén, como además pasaba con algunas otras familias, se paraban en su casa, por lo que preparar comida, por muy sencilla que fuera para unas dieciséis personas, requería el esfuerzo de las dos mujeres. De ahí que Marta se sintiera indignada con su hermana por no colaborar en el trabajo doméstico.
- De acuerdo, Maestro, estoy de acuerdo con tu versión, pero ¿cuál es el mensaje del evangelio de hoy?
- La traducción del texto griego es perfecta: “María ha escogido la parte mejor”, pero ha servido para crear, creo que injustamente, un cierto clasismo en la Iglesia y de manera muy especial en la vida religiosa; en primer lugar la vida contemplativa y después los religiosos de vida activa. Pero cuando leo “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. … cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt. 25, 34 – 40), entiendo que el servicio a los hermanos – figurada en Marta en el relato – es también de gran valor.
Humildemente entiendo que Jesús no pretende crear una jerarquía de valores: primera clase o businees, segunda clase o turista y los polizones, no. Pero nos indica el camino, lo que hoy se llama “hoja de ruta”: toda vocación es válida, interesante y necesaria, pero para ser efectiva tiene que partir de un lugar común: la escucha, la reflexión y la interiorización de la Palabra, y después, solo después, se debe lanzar a la vocación específica.
- ¿Pretendes decir que María no es que haya elegido lo mejor, sino lo primero o principal?
- Algo sí, pero no en oposición al trabajo de Marta.


martes, 5 de julio de 2016

LOS POBRES


Decimoquinto Domingo del tiempo ordinario C



 
Evangelio según san Lucas, 10, 25 - 37.
En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
— Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
Él le dijo:
- ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?
Él contestó:
— Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.
Él le dijo:
- Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.
Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse. preguntó a Jesús:
— ¿Y quién es mi prójimo?
Jesús dijo:
— Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que
lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
- Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?
Él contestó:
— El que practicó la misericordia con él.
Díjole Jesús:
— Anda, haz tú lo mismo.



- Buenos días, Maestro, dijo el discípulo al llegar, creo que ya hemos comentado el evangelio de hoy en otra ocasión.
- Buenos días, y crees bien; hemos proclamado un texto paralelo, Mt. 22, 34 – 40, hace casi dos años, el trigésimo domingo del Ciclo A. Hay, sin embargo, diferencias importantes entre los dos textos que no vamos a analizar porque en lo fundamental coinciden: para heredar la vida eterna, para ser discípulos de Jesús hay que poner en práctica, o mejor, vivir el shemá que el protagonista de hoy anuncia de la siguiente manera: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo”. Es curioso que el maestro de la ley que formuló la pregunta a Jesús para ponerlo a prueba y que después contestó a la contrapregunta recitando el shemá, haya añadido “y al prójimo como a ti mismo”.  ¿Estaba verdaderamente convencido de ello, o sencillamente había preparado bien su intervención,  y era la transición a la segunda pregunta que era la capciosa: “¿Y quién es mi prójimo?”.
- ¿Y por qué era capciosa esta pregunta?
- Me esforzaré en darte una respuesta, para la que no me encuentro sobradamente preparado. En el Antiguo Testamento se concebía como prójimo a todo hijo de Israel, los demás eran extranjeros y pecadores (porque adoraban a otros dioses, y que no podían adorar a Yavé, porque este era el Dios de Israel, exclusivamente).
El destierro o exilio de Israel en Mesopotamia en el siglo VI a.C. fue muy traumático para el pueblo pero fue también muy enriquecedor. El contacto directo con una cultura pujante y abierta durante unos 70 años aproximadamente configuró un concepto nuevo de pueblo y de religión, pero también creó grupos y corrientes que permanecieron incrustadas en el pensamiento hebreo hasta nuestros días. Cuanto al tema que nos toca “prójimo” había por lo menos dos corrientes: los tradicionalistas que seguían afirmando que prójimos eran tan solos los miembros del pueblo judío, y los “progresistas” – para darles un nombre – para los cuales prójimo era todo hombre sin más rango ni distinción. La pregunta del maestro de la ley, pretendía ubicar a Jesús en uno de los bandos para que fuera linchado, por lo menos dialécticamente hablando, por el otro.
Jesús, como en otros casos similares, sale por la vía de en medio. Les cuenta una parábola, que muy probablemente era un hecho acontecido realmente y que había sido muy conocido y comentado, por lo que el letrado no pudo objetar diciendo: “no me vengas con cuentos”, sino hacer frente a la realidad de los hechos y a la pregunta de Jesús: “¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”, tuvo que contestar: “El que practicó la misericordia con él”, y tenía razón.
Fíjate en la actitud de Jesús: podría haber aprovechado la ocasión para colocarse en uno de los grupos y muy probablemente descalificar a su contrincante, hacer una catequesis sobre la universalidad de su mensaje y la salvación para todos los hombres, pero no, hizo algo muy relevante que a veces escapa de nuestra percepción. “Anda y haz tu lo mismo”, dijo. Lo importante no son las palabras, las corrientes, las definiciones, y, si me apuras, ni siquiera las doctrinas, sino las acciones. “Anda y haz tu lo mismo” y no te pares a analizar su procedencia, el color de su piel o el color político, ni siquiera su credo religioso, “anda y haz tú lo mismo”.
- Maestro, ¿podemos decir que los cristianos y muy especialmente la Iglesia Católica ha respondido con generosidad a la propuesta de Jesús: “Id y haced vosotros lo mismo”?
- Te repito lo que te dije hace algún tiempo (undécimo del tiempo ordinario C: “Decir que la Iglesia de hoy es instrumento de misericordia es como afirmar que en tiempos de Jesús había una perfecta asistencia a los viajeros que entre Jerusalén y Jericó sufrían robos y violencia. Hay versos sueltos, instituciones y personas que se implican de verdad en esta tarea, como entonces hubo un buen samaritano, pero los demás dan rodeos y pasan de largo.
Amigo mío, si miramos hacia tras debemos reconocer que el camino recorrido es muy largo, pero mirando hacia delante vislumbramos que  la senda que nos queda se pierde en el horizonte.  O la Iglesia acoge amorosamente en su seno a los pobres, a los desheredados, a los desarrapados, a los diferentes, o no tendrá espacio en la sociedad del futuro.