Decimoséptimo
Domingo del tiempo ordinario C
-
Señor, enséñame a orar como Juan enseñó a sus discípulos, dijo el discípulo a modo de saludo al
acercarse al Maestro.
- Buenos días, amigo mío, si quieres te enseño el
Padre Nuestro, pero estaba convencido
que ya lo sabías, le contestó el ermitaño siguiendo la chanza del
joven.
- Sí, Maestro, lo aprendí hace ya muchos años; era
todavía muy pequeño cuando me lo enseñó mi abuela, y con frecuencia lo rezaba
con ella y también con mis padres, y todo esto mucho antes de iniciar la catequesis
de primera comunión.
- Ya te conté alguna vez que yo, y no pretendo crear
escuela, distingo “rezar” y “orar”. Rezar
es balbucear, recitar, leer o cantar una oración preexistente, o bien escrita
o bien memorizada. Para que no me riñas te diré que todos los diccionarios de
la lengua española citan “rezar” y “orar” como sinónimos; yo, no obstante, y siguiendo con mi discurso
digo que orar es intimar con Dios en un diálogo personal, pidiendo,
agradeciendo, alabando y sobre todo escuchando su palabra, deleitándose en
ella, asimilarla y hacerla vida. En este sentido la oración es siempre
personal. Se entiende como oración comunitaria la suma de las oraciones
particulares que pueden estar estimuladas por la lectura de un texto
sugerente que pretende pautar el camino de la oración individual.
Pero para que no te quedes solo con mis palabras te
voy a citar algunos grandes teólogos que, además, puedes encontrar en todas
las páginas que le hablen de la oración:
* "La oración es una conversación o
coloquio con Dios" (San Gregorio Niceno).
* "La oración es hablar con Dios" (San Juan
Crisóstomo).
* "La oración es la elevación de la
mente a Dios" (San Juan Damasceno).
- Maestro, dijo el discípulo, háblame del evangelio de
hoy.
- Ante todo decirte que el Padre nuestro es la más
bella oración para rezar y el más sublime texto para orar. En él encontramos
todo lo que Jesús nos dice y todo lo que podemos decir al Padre. Es un texto
ambivalente o si prefieres una vía de doble sentido; al enseñárnoslo el Señor
nos indica todo lo que podemos y debemos decir al Padre, pero también lo que
el Padre quiere escuchar de nosotros y desea concedernos. El Padre nuestro no
es una oración sino es la Oración; cualquier otra plegaria si inspira, se
fundamenta y brota del Padre nuestro.
Con esta oración Jesús revoluciona totalmente el
concepto de Dios. En el Antiguo Testamento ya aparece el concepto de la
paternidad divina. Te cito algunos pasajes:
En Éxodo, 4, 21 – 22, el Señor dijo a Moisés lo que
a su vez tenía que decir al faraón: “Así
dice el Señor. Israel es mi hijo
primogénito. Yo te digo: deja salir a
mi hijo para que me dé culto”.
Jeremías, 31, 20, en un oráculo del Señor dice: “Efraín es mi hijo querido, él es mi niño encantador… lo quiero
intensamente”.
El Autor de los Proverbios, 3, 11 – 12, sin afirmar
que el destinatario de sus consejos sea hijo de Dios, compara la actuación
del Señor como la de un padre: “Hijo
mío, no rechaces la represión del Señor, no te enfades cuando te corrija,
porque el Señor corrige a los que ama como
un padre al hijo preferido”.
Y por último, Oseas, 11, 1 dice: “Cuando
Israel era joven lo amé y de Egipto llamé a mi hijo”, y a continuación narra con todo lujo de detalles
los gestos de cariño y de ternura con que lo había mimado.
Ahora bien, como te decía en el Antiguo Testamento
aparecen estos resquicios de paternidad, pero no son personalizados sino
socializados, es decir, Dios es el Padre (principio, impulsor) del Pueblo de
Israel, pero no era concebido como tal por cada uno de sus miembros, para los
cuales Dios era Yavé, El que Es, y al
que no se podía nombrar.
Y, como te decía,
Jesús revoluciona este concepto. Dios es su Padre. No te voy a traer ninguna cita porque el evangelio está
plagado de ellas desde cuando se queda en el templo a los doce años y
contesta a María y a José: “¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que yo debía
estar en las cosas de mi Padre”
(Lc. 2, 49), hasta después de su resurrección cuando al encontrarse con la Magdalena junto al sepulcro vacío le
dice: “No me retengas, que todavía no he subido al Padre” (Jn. 20, 17).
Pero esa paternidad no la retiene solo para sí, sino
que la extiende a todos. Tan solo dos citas: “No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o
con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis
necesidad de todo eso”. (Mt. 6, 31 – 32), y continuando el diálogo con la
Magdalena antes citado dice: “ Pero,
anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro” (Jn. 20, 17).
Ahora bien, lo más hermoso de todo es que cuando nos enseña a orar nos indica
que no llamemos a Dios “Señor”, o
cualquier otro epíteto altisonante, sino sencilla y amorosamente “Abbá”.
- ¿Abbá?
- Sí, Abbá. Jesús hablaba en arameo, pero los
evangelios (salvo probablemente Mateo), los demás escritos neotestamentarios
y, en definitiva, la mayor parte de la predicación se hizo en griego, en
latín un poco más tarde, y en otras lenguas locales, y los anunciadores no
encontraban una traducción exacta para el vocablo “abba”. El “πατήρ” griego y el “pater” latino eran como dicción
mucho más abruptos y como contenido más autoritarios que el “abbá” arameo que
de una manera muy dulce expresaba cercanía, confianza y ternura; y en el
intento de ser lo más exactos posibles colocan los dos términos: el original
y la su traducción más posible. Así Marcos, 14, 36, describiendo la oración
angustiosa de Jesús en Getsemaní, escribe: “¡Abbá!, Padre, tú lo puedes todo, aparta de mi
este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”. No consigo imaginarme a Jesús diciendo:
“¡Abba! Padre”, si caso diría “abba” una y otra vez y mil veces más. Pablo
encuentra la misma solución para resolver lo que no tiene resolución, y así
en Romanos, 8, 15 escribe: “Pues no
habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que
habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá! Padre”” y en Gálatas 4, 6
dice: “como sois hijos, Dios envió a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abbá! Padre”. Creo
que resulta meridianamente evidente la intención de
estos autores en destacar que entre “abbá” y cualquier de sus posibles
traducciones hay barreras infranqueables. Sugiero, pues, que cuando reces o
recites individualmente el Padre Nuestro, digas algo así como “papi”,
“papaíto” o la fórmula más cariñosa que tenías para dirigirte a tu padre
cuando eras un niño.
- Tendré
que aprender el Padre nuestro en arameo, susurró el discípulo.
- Es un buen propósito, pero
mientras tanto ¿por qué no lo rezamos pausadamente en español?
Y así lo hicieron.
“Padre
nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.
Amén”.
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