domingo, 31 de julio de 2016

IGLESIA, PEQUEÑO REBAÑO


Decimonoveno Domingo del tiempo ordinario C

Evangelio según san Lucas 12, 32-48
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino.
Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón.
Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.
Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.
Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete.
Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
Pedro le preguntó:
 Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?
El Señor le respondió:
— ¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas?
Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes.
Pero si el empleado piensa: “Mi amo tarda en llegar”, y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles.
El criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos.
Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.

El ermitaño recordó aquella mañana una conversación que había tenido en su día con un compañero de trabajo:
 - Las homilías del cura de mi parroquia son siempre un “replay”.
- ¿Un replay? preguntó nuestro protagonista un tanto intrigado.
- Sí, un aburrido replay. Me explico: A lo mejor, un hombre religioso como tú escucha con atención y devoción la lectura del evangelio cada domingo, pero los demás cuando escuchamos las primeras frases de la lectura ya damos por conocida toda la historia por muy escuchada y en seguida desconectamos. Ahora bien si el predicador explica con gracia lo leído, nos abre nuevos horizontes conectamos de nuevo y disfrutamos de la palabra; pero mi párroco no, cuando termina la lectura, dice “Palabra del Señor” y todos nos sentamos.
A continuación pulsa el botón “replay” y su homilía consiste en repetir lo que se ha leído, explicando alguna frase que ya estaba suficientemente clara, omitiendo alguna que le resulta incómoda o que ha olvidado, y termina con una moraleja que cualquiera de nosotros hubiéramos sacado sin mayor dificultad; por lo que al aburrimiento de una lectura muy conocida se añade el aburrimiento de una repetición explicativa.
El ermitaño recordaba con frecuencia esta anécdota que le estimulaba en su reflexión personal y en el diálogo con el discípulo a no quedarse solo en el texto, sino examinar el contexto, e intentar descubrir o por lo menos intuir qué hay en el trasfondo de cada texto y de cada palabra.
El anacoreta había leído varias veces el evangelio del día, - y no se había aburrido en absoluto – y había fijado su atención sobre todo en el primer versículo y en el último.

Versículo 32: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Jesús es consciente de que los suyos serán siempre una minoría. Es muy cierto que mandó a sus discípulos : “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc. 16, 15), pero el resultado de esa evangelización de ese esfuerzo misionero será siempre “un pequeño rebaño”. La Iglesia tiene por mandato divino una vocación universal y por experiencia propia y amonestación de Jesús conciencia de ser minoría, es decir, “pequeño rebaño”. Pero al mismo tiempo desde esa pequeñez y esa minoría también debe  tener el profundo convencimiento de ser:
* “la sal de la tierra” (Jn. 5, 13). Ese puñadito de sal que utiliza el cocinero para dar sabor a toda la comida;
* “la luz del mundo” (Jn. 5, 14). Esa lámpara que se coloca en el candelero para alumbrar a todos los de casa;
* “esa levadura que la panadera amasa en las tres medidas de harina (Lc. 13, 21);
* ese grano de mostaza, semilla diminuta,  pero principio de un gran arbusto, capaz de cobijar en sus ramas los pajarillos del cielo (Cfr. Mc. 4, 32).
Somos, en definitiva, un pequeño rebaño con una vocación no de “ser” sino de “servir” a toda la humanidad.
A continuación Jesús habla de los buenos y malos discípulos, de los “que sirven a” y de los “que se sirven de” sus amos. Por desgracia también en la Iglesia ha habido y hay muchos que se han servido de ella para medrar, para prosperar, para trepar, pero esos tales no pertenecen al pequeño rebaño, son otra cosa, porque a su pequeño rebaño Jesús prometió de antemano y con toda solemnidad el Reino: “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”
Versículo 48: “ … Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá”.  Estas sí que son dos frases lapidarias, y van dirigidas a dos mundos diferentes aunque muchas veces convergentes que podríamos definir como el poder económico y el poder político o administrativo.
Con respeto al poder económico o la posesión y control de los bienes materiales somos conocedores y lo hemos manifestado reiteradas veces que los que los manejan son tan solo administradores y deben tener en cuenta el fin último de los mismos; por eso cuando venga el Señor mucho les reclamará y si no han estado a la altura  los castigará con rigor. Y lo mismo pasará con los que tienen poder político, a los cuales han sido confiadas la suerte y el bienestar de sus súbditos. A ellos se les ha confiado mucho, por eso se les pedirá mucho más.
Pero el ermitaño rezaba por los que estaban constituidos en poder dentro de la Iglesia: por el Papa, los obispos, los sacerdotes, los religiosos. Dejando de un lado al Papa que está muy lejos, en la cúspide, ¿se preocupan los obispos por sus sacerdotes? ¿cuánto hay en ellos de padre y cuánto hay de patrón?  ¿Cuánto tiempo dedican a escuchar, a animar, a mimar (“no tengan miedo a la ternura” decía el Papa Francisco) y a perdonar, si fuera menester, y cuánto a sermonear, a juzgar y a organizar grandes y pequeños eventos?  Y lo mismo los religiosos y religiosas, superiores y superioras de monasterios, provincias, regiones o comunidades: ¡Cuánto sufrimiento, cuántas vidas amargadas y con frecuencia rotas por falta de atención, de seguimiento, de comprensión y de ternura!
Con estos pensamientos el ermitaño se había puesto triste. Se levantó, dio unos cuantos pasos. Se puso rodillas y con los brazos levantados como Moisés en la montaña cerca de Rafidim (Cfr. Ex. 17, 8 – 16) , rezó:
El Señor es mi pastor,
nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar,
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.



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