Decimonoveno Domingo del tiempo ordinario C
Evangelio
según san Lucas 12, 32-48
En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
Vended
vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un
tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la
polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro
corazón.
Tened
ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que
aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.
Dichosos
los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro
que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.
Y,
si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.
Comprended
que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría
abrir un boquete.
Lo
mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el
Hijo del hombre.
Pedro
le preguntó:
—
Señor, ¿has dicho esa parábola por
nosotros o por todos?
El
Señor le respondió:
—
¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente
de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas?
Dichoso
el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro
que lo pondrá al frente de todos sus bienes.
Pero
si el empleado piensa: “Mi amo tarda en llegar”, y empieza a pegarles a los
mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de
ese criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá,
condenándolo a la pena de los que no son fieles.
El
criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra
recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo,
recibirá pocos.
Al
que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se
le exigirá.
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El ermitaño recordó aquella mañana una
conversación que había tenido en su día con un compañero de trabajo:
- Las homilías del cura de mi
parroquia son siempre un “replay”.
- ¿Un replay? preguntó nuestro protagonista un tanto intrigado.
- Sí, un aburrido replay. Me explico: A lo mejor, un hombre religioso
como tú escucha con atención y devoción la lectura del evangelio cada
domingo, pero los demás cuando escuchamos las primeras frases de la lectura
ya damos por conocida toda la historia por muy escuchada y en seguida
desconectamos. Ahora bien si el predicador explica con gracia lo leído, nos
abre nuevos horizontes conectamos de nuevo y disfrutamos de la palabra; pero
mi párroco no, cuando termina la lectura, dice “Palabra del Señor” y todos
nos sentamos.
A continuación pulsa el botón “replay” y su homilía consiste en repetir
lo que se ha leído, explicando alguna frase que ya estaba suficientemente
clara, omitiendo alguna que le resulta incómoda o que ha olvidado, y termina
con una moraleja que cualquiera de nosotros hubiéramos sacado sin mayor
dificultad; por lo que al aburrimiento de una lectura muy conocida se añade
el aburrimiento de una repetición explicativa.
El ermitaño recordaba con frecuencia esta anécdota que le estimulaba en
su reflexión personal y en el diálogo con el discípulo a no quedarse solo en
el texto, sino examinar el contexto, e intentar descubrir o por lo menos
intuir qué hay en el trasfondo de cada texto y de cada palabra.
El anacoreta había leído varias veces el evangelio del día, - y no se
había aburrido en absoluto – y había fijado su atención sobre todo en el
primer versículo y en el último.
Versículo 32: “No temas, pequeño rebaño,
porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”. Jesús es
consciente de que los suyos serán siempre una minoría. Es muy cierto que
mandó a sus discípulos : “Id al mundo
entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc. 16, 15), pero el
resultado de esa evangelización de ese esfuerzo misionero será siempre “un
pequeño rebaño”. La Iglesia tiene por mandato divino una vocación universal y
por experiencia propia y amonestación de Jesús conciencia de ser minoría, es
decir, “pequeño rebaño”. Pero al mismo tiempo desde esa pequeñez y esa
minoría también debe tener el profundo
convencimiento de ser:
* “la sal de la tierra” (Jn.
5, 13). Ese puñadito de sal que utiliza el cocinero para dar sabor a toda la
comida;
* “la luz del mundo” (Jn. 5,
14). Esa lámpara que se coloca en el candelero para alumbrar a todos los de
casa;
* “esa levadura que la
panadera amasa en las tres medidas de harina (Lc. 13, 21);
* ese grano de mostaza,
semilla diminuta, pero principio de un
gran arbusto, capaz de cobijar en sus ramas los pajarillos del cielo (Cfr.
Mc. 4, 32).
Somos, en definitiva, un pequeño rebaño con una vocación no de “ser”
sino de “servir” a toda la humanidad.
A continuación Jesús habla de los buenos y malos discípulos, de los
“que sirven a” y de los “que se sirven de” sus amos. Por desgracia también en
la Iglesia ha habido y hay muchos que se han servido de ella para medrar,
para prosperar, para trepar, pero esos tales no pertenecen al pequeño rebaño,
son otra cosa, porque a su pequeño rebaño Jesús prometió de antemano y con
toda solemnidad el Reino: “No temas,
pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”
Versículo 48: “ … Al que mucho se le dio,
mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá”. Estas sí que son dos frases lapidarias, y
van dirigidas a dos mundos diferentes aunque muchas veces convergentes que
podríamos definir como el poder económico y el poder político o
administrativo.
Con respeto al poder económico o la posesión y control de los bienes
materiales somos conocedores y lo hemos manifestado reiteradas veces que los
que los manejan son tan solo administradores y deben tener en cuenta el fin
último de los mismos; por eso cuando venga el Señor mucho les reclamará y si
no han estado a la altura los
castigará con rigor. Y lo mismo pasará con los que tienen poder político, a
los cuales han sido confiadas la suerte y el bienestar de sus súbditos. A ellos
se les ha confiado mucho, por eso se les pedirá mucho más.
Pero el ermitaño rezaba por los que estaban constituidos en poder
dentro de la Iglesia: por el Papa, los obispos, los sacerdotes, los
religiosos. Dejando de un lado al Papa que está muy lejos, en la cúspide, ¿se
preocupan los obispos por sus sacerdotes? ¿cuánto hay en ellos de padre y
cuánto hay de patrón? ¿Cuánto tiempo
dedican a escuchar, a animar, a mimar (“no tengan miedo a la ternura” decía
el Papa Francisco) y a perdonar, si fuera menester, y cuánto a sermonear, a
juzgar y a organizar grandes y pequeños eventos? Y lo mismo los religiosos y religiosas,
superiores y superioras de monasterios, provincias, regiones o comunidades:
¡Cuánto sufrimiento, cuántas vidas amargadas y con frecuencia rotas por falta
de atención, de seguimiento, de comprensión y de ternura!
Con estos pensamientos el ermitaño se había
puesto triste. Se levantó, dio unos cuantos pasos. Se puso rodillas y con los
brazos levantados como Moisés en la montaña cerca de Rafidim (Cfr. Ex. 17, 8
– 16) , rezó:
El Señor es mi pastor,
nada me falta:
en verdes praderas me hace
recostar,
me conduce hacia fuentes
tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo,
porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me
acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.
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