Decimoctavo
Domingo del tiempo Ordinario C
Las
cinco de la madrugada. El ermitaño ya había rezado el Oficio de Lecturas y
hecho una hora de meditación, cuando salió de su cueva para estirar un poco
las piernas, hacer algún ejercicio gimnástico y desentumecer así los
músculos. Aunque era pleno verano, allá arriba en la montaña y a aquellas
horas de la madrugada corría un aire frío que
cortaba el respirar. El ermitaño entró en su cueva para el coger el
harapo al que solemnemente denominaba capa.
Durante algún tiempo será más anacoreta que nunca,
pues el discípulo que lo visita cada domingo para compartir oración y
reflexión se ha cogido un tiempo para
hacer una experiencia diferente. El año anterior había compartido la
experiencia de las comunidades de Taizé en Francia y de Bose en Italia. Este
año pensaba acercarse a los pobres, llevado de la mano de los Hermanitos de
Jesús de Charles de Foucauld y de las Misioneras de la Caridad de la Madre
Teresa. Aunque sentía la ausencia de su joven amigo se alegraba que durante
el tiempo de verano adquiriera otras experiencias eclesiales para enriquecer
su bagaje espiritual y fundamentar su vocación vital.
Abrió la Biblia en el evangelio del día, Lc., 12, 13
– 21) y lo leyó en voz baja pero, eso sí, vocalizando bien cada palabra,
quizás con el secreto deseo de que lo escucharon los pajarillos que empezaban
a bailar en su entorno.
Siempre le había causado una cierta conmoción este
pasaje evangélico, sobre todo la parábola y su moraleja. Es cierto que Jesús
predicó la pobreza, pero una pobreza digna y confiada en el amor del Padre;
no encuentra en ninguna parte del evangelio loas a la pobreza que anula al
hombre y hace que no disponga de lo imprescindible para vivir. Entonces
¿Dónde erró el hombre rico del Evangelio? ¿Tenía que hacer de modo que su
cosecha o parte de ella se pudriera en el campo? No, en absoluto. Hizo bien en ampliar sus
graneros y almacenar su cosecha, pero a partir de ahí todo fue un error. Ese
hombre rico se alejó de Dios, ya no necesitaba nada de Él, o eso creía. Cada
mañana se postraba en adoración ante sus graneros repletos en los que había
depositado toda su confianza, por eso Dios le dijo: “te equivocas, la riqueza
no lo es todo, esta noche morirás y tus muchos bienes no son capaces de
impedirlo”.
En estas andaba el ermitaño cuando pensó: “si
estuviera aquí el discípulo preguntaría: ¿entonces son malas o buenas las
riquezas, y que se debe hacer con ellas?
Los bienes son buenos, son un regalo de Dios al
hombre. En el libro del Génesis, 1, 28 – 29, se lee: “Dios los bendijo; y les dijo Dios: “Sed fecundos y multiplicaos,
llenad la tierra y sometedla, dominad los peces del mar, las aves del cielo y
todos los animales que se mueven sobre la tierra”. Y dijo Dios: “Mirad, os
entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la superficie de la
tierra y todos los árboles frutales que engendran semilla: os servirán de
alimento”.
Ante la posesión de los bienes hay que tener en
cuenta los siguientes puntos:
a) – procedencia;
b) - destino;
c)
– fin último.
A –
Procedencia. Dice el Génesis, 3,
19: “Comerás el pan con sudor de tu
frente”; los bienes más respetables son los que se consiguen con el
propio trabajo, cuando es legítimo y honrado. A este si equiparan los
recibidos por herencia o donación, siempre que mantengan los mismos
parámetros de honradez y legitimidad. Por supuesto hay que descartar toda
donación por intereses – o corrupción – o el dinero fácil, proveniente del
uso o abuso de las personas, de su dignidad y de su salud, aunque el
conseguirlo y administrarlo suponga mucho esfuerzo y riesgo personal. Estos
bienes, que en nuestras sociedades suelen ser considerados ilegales, no son
agradables a los ojos de Dios.
B – Destino.
Cada individuo o familia tiene derecho
a utilizar los bienes de su propiedad para su bienestar, y el bienestar de los
suyos, así como el desarrollo, humano, cultural y espiritual propio y de los
suyos, pero no perdiendo nunca de vista el fin último de los mismos.
C – Fin
último. Si hubiera estado el discípulo el ermitaño se hubiera explayado a
gusto citando las encíclicas y demás documentos que configuran la Doctrina
Social de la Iglesia, desde León XIII y la encíclica “Rerum Novarum” hasta
nuestros días, subrayando muy especialmente la “Mater et Magistra” de Juan
XXIII. De todo ello resulta claro que
los bienes, aunque privados y como tal deben ser respetados, tienen siempre
una dimensión social. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “El derecho
a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula
la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes
continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el
respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio (2403) y “El
hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que
posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que puedan aprovechar no sólo a él, sino
también a los demás” (GS
69, 1). La propiedad de un bien hace
de su dueño un administrador de la providencia para
hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus
próximos (2404).
En definitiva el hombre de la parábola, que talvez
hubiese recibido sus bienes de manera correcta y legal, alejó su corazón de
Dios, confió exclusivamente en el poder de su riqueza, que por un lado
adoraba, cual becerro de oro, y por otro lado dominaba como señor absoluto,
sin tener en cuenta la necesidad de los demás, los muchos Lázaros que
estuviesen mendigando a su puerta (Cfr. Lc. 16, 19 -31 cuyo texto
proclamaremos dentro de algún tiempo).
El
ermitaño se levantó, estiró un poco las piernas que se habían quedado un tanto
entumecidas y se puso a cantar a media voz:
Cuando alguien sufre y logra su consuelo,
cuando espera y no se cansa de esperar, cuando amamos aunque el odio nos rodee, va Dios mismo en nuestro mismo caminar, va Dios mismo en nuestro mismo caminar.
Cuando crece la alegría y nos inunda,
cuando dicen nuestros labios la verdad, cuando amamos el sentir de los sencillos, va Dios mismo en nuestro mismo caminar, va Dios mismo en nuestro mismo caminar.
Cuando abunda el bien y llena los hogares,
cuando alguien donde hay guerra pone paz, cuando «hermano» le llamamos al extraño, va Dios mismo en nuestro mismo caminar, va Dios mismo en nuestro mismo caminar. |
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