domingo, 24 de julio de 2016

MIS BIENES = TU RIQUEZA


Decimoctavo Domingo del tiempo Ordinario C

Evangelio según san Lucas, 12, 13 - 21.
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús:
 Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.
Él le contestó:
 Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?
Y dijo a la gente:
 Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.
Y les propuso una parábola:
 Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha.”
Y se dijo:
“Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida.”
Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?”
Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.»



Las cinco de la madrugada. El ermitaño ya había rezado el Oficio de Lecturas y hecho una hora de meditación, cuando salió de su cueva para estirar un poco las piernas, hacer algún ejercicio gimnástico y desentumecer así los músculos. Aunque era pleno verano, allá arriba en la montaña y a aquellas horas de la madrugada corría un aire frío que  cortaba el respirar. El ermitaño entró en su cueva para el coger el harapo al que solemnemente denominaba capa.
Durante algún tiempo será más anacoreta que nunca, pues el discípulo que lo visita cada domingo para compartir oración y reflexión  se ha cogido un tiempo para hacer una experiencia diferente. El año anterior había compartido la experiencia de las comunidades de Taizé en Francia y de Bose en Italia. Este año pensaba acercarse a los pobres, llevado de la mano de los Hermanitos de Jesús de Charles de Foucauld y de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa. Aunque sentía la ausencia de su joven amigo se alegraba que durante el tiempo de verano adquiriera otras experiencias eclesiales para enriquecer su bagaje espiritual y fundamentar su vocación vital.
Abrió la Biblia en el evangelio del día, Lc., 12, 13 – 21) y lo leyó en voz baja pero, eso sí, vocalizando bien cada palabra, quizás con el secreto deseo de que lo escucharon los pajarillos que empezaban a bailar en su entorno.
Siempre le había causado una cierta conmoción este pasaje evangélico, sobre todo la parábola y su moraleja. Es cierto que Jesús predicó la pobreza, pero una pobreza digna y confiada en el amor del Padre; no encuentra en ninguna parte del evangelio loas a la pobreza que anula al hombre y hace que no disponga de lo imprescindible para vivir. Entonces ¿Dónde erró el hombre rico del Evangelio? ¿Tenía que hacer de modo que su cosecha o parte de ella se pudriera en el campo?  No, en absoluto. Hizo bien en ampliar sus graneros y almacenar su cosecha, pero a partir de ahí todo fue un error. Ese hombre rico se alejó de Dios, ya no necesitaba nada de Él, o eso creía. Cada mañana se postraba en adoración ante sus graneros repletos en los que había depositado toda su confianza, por eso Dios le dijo: “te equivocas, la riqueza no lo es todo, esta noche morirás y tus muchos bienes no son capaces de impedirlo”.
En estas andaba el ermitaño cuando pensó: “si estuviera aquí el discípulo preguntaría: ¿entonces son malas o buenas las riquezas, y que se debe hacer con ellas?
Los bienes son buenos, son un regalo de Dios al hombre. En el libro del Génesis, 1, 28 – 29, se lee: “Dios los bendijo; y les dijo Dios: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla, dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra”. Y dijo Dios: “Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la superficie de la tierra y todos los árboles frutales que engendran semilla: os servirán de alimento”.
Ante la posesión de los bienes hay que tener en cuenta los siguientes puntos:
a)    – procedencia;
b)     - destino;
c)    – fin último.
A – Procedencia. Dice el Génesis, 3, 19: “Comerás el pan con sudor de tu frente”; los bienes más respetables son los que se consiguen con el propio trabajo, cuando es legítimo y honrado. A este si equiparan los recibidos por herencia o donación, siempre que mantengan los mismos parámetros de honradez y legitimidad. Por supuesto hay que descartar toda donación por intereses – o corrupción – o el dinero fácil, proveniente del uso o abuso de las personas, de su dignidad y de su salud, aunque el conseguirlo y administrarlo suponga mucho esfuerzo y riesgo personal. Estos bienes, que en nuestras sociedades suelen ser considerados ilegales, no son agradables a los ojos de Dios.
B – Destino.  Cada individuo o familia tiene derecho a utilizar los bienes de su propiedad  para su bienestar, y el bienestar de los suyos, así como el desarrollo, humano, cultural y espiritual propio y de los suyos, pero no perdiendo nunca de vista el fin último de los mismos.
C – Fin último. Si hubiera estado el discípulo el ermitaño se hubiera explayado a gusto citando las encíclicas y demás documentos que configuran la Doctrina Social de la Iglesia, desde León XIII y la encíclica “Rerum Novarum” hasta nuestros días, subrayando muy especialmente la “Mater et Magistra” de Juan XXIII.  De todo ello resulta claro que los bienes, aunque privados y como tal deben ser respetados, tienen siempre una dimensión social. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio (2403) y “El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que puedan aprovechar no sólo a él, sino también a los demás” (GS 69, 1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos (2404).
En definitiva el hombre de la parábola, que talvez hubiese recibido sus bienes de manera correcta y legal, alejó su corazón de Dios, confió exclusivamente en el poder de su riqueza, que por un lado adoraba, cual becerro de oro, y por otro lado dominaba como señor absoluto, sin tener en cuenta la necesidad de los demás, los muchos Lázaros que estuviesen mendigando a su puerta (Cfr. Lc. 16, 19 -31 cuyo texto proclamaremos dentro de algún tiempo).
El ermitaño se levantó, estiró un poco las piernas que se habían quedado un tanto entumecidas y se puso a cantar a media voz:


Cuando alguien sufre y logra su consuelo,
cuando espera y no se cansa de esperar,
cuando amamos aunque el odio nos rodee,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando crece la alegría y nos inunda,
cuando dicen nuestros labios la verdad,
cuando amamos el sentir de los sencillos,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Cuando abunda el bien y llena los hogares,
cuando alguien donde hay guerra pone paz,
cuando «hermano» le llamamos al extraño,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar,
va Dios mismo en nuestro mismo caminar.
         


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