domingo, 28 de agosto de 2016

CARA y CRUZ



Evangelio según san Lucas, 14, 25 - 33.
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
— Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.”
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.


Era muy de madrugada todavía cuando el ermitaño salió de su cueva e inició los ejercicios gimnásticos de costumbre. Aunque estacionalmente era todavía verano el frescor matinal se hacía notar.
Estaba contento, muy contento; el discípulo que durante años le acompañaba en esta oración  dominical volvía a estar con él, y ¡cuánto agradecía aquella compañía! Era plenamente consciente de que un día terminaría; el joven estaba creciendo y tomaría una decisión vital que lo alejaría, muy probablemente de su pequeño pueblo, pero el ermitaño intentaba vivir intensamente el presente; la compañía del discípulo cada domingo era un regalo de Dios que agradecía de todo corazón, y cuando esta terminara, otra bendición tendría de Dios en cuyas manos había puesto su vida y su vocación eremítica.
Había subido a visitarle la tarde del domingo anterior, para entregarle algún recuerdo que le había comprado y para contarle detalladamente la experiencia veraniega en los arrabales de Paris. Hablaba, hablaba y no paraba. Se veía feliz.
El Maestro veía al joven todavía muy sensible y vulnerable. El año anterior se había entusiasmado con sus experiencias monásticas en Taizé y en Bose, este año había disfrutado enormemente participando en el servicio que a los pobres más pobres prestan algunas congregaciones e institutos en los suburbios de Paris.
Entusiasmado, esa era la palabra.
- Creía que Francia era un país laico, agnóstico y materialista, le había explicado, y quizás lo sea en sus mayorías, pero hay grupos muy amplios con una religiosidad muy viva, muy auténtica y original que pueden servir de referencia en la  nueva evangelización.
- Buenos días, Maestro, ¿me estabas esperando?
- Estaba aquí con ánimos de verte y saludarte, y si eso significa esperar, te esperaba, pero debo añadir que has llegado, como lo haces siempre, muy temprano. Has recobrado tus viejas costumbres.
- Vale, Maestro, decía el joven mientras se sentaban cada cual en su sitio,  como estamos recobrando las viejas costumbres te hago la sólita pregunta: ¿qué dice el evangelio de hoy? ¿Es Jesús tal radical y tan prepotente como aparece en la lectura de hoy?
- Son dos las preguntas que formulas. A la primera, ¿es Jesús radical? hay que contestar necesariamente “sí “, nos invita a ser radicales y claros; nada de ambigüedades: “Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podréis servir a Dios y al dinero” (Mt. 6, 24). Él mismo vivió esa radicalidad hasta las últimas consecuencias, como nos describe San Pablo: “El cual – Cristo Jesús – siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil. 2, 6 – 8).
A la segunda pregunta: “¿es Jesús prepotente?, hay que contestar necesariamente “no”, no es prepotente ni excluyente, aunque pueda parecerlo desde una lectura superficial del evangelio de hoy. Jesús bendice y consagra la familia, y no pretende ser motivo de división sino de unidad. Insisto, no debilita los lazos familiares sino los fortalece. Dios da la fuerza a los padres para acoger y amar a sus hijos, aunque cuando estos se hayan alejado de la casa paterna, como se evidencia en la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc. 15, 11 – 31; y da la fuerza a los hijos para suportar a los padres cuando estos se excedan con sus comportamientos - ¡nadie es perfecto! – y cuando consumidos y desgastados por el peso de los años y de las enfermedades necesitan especial y, a veces, agotadora asistencia por parte de los hijos como indicaba ya el libro del Eclesiástico, 3, 13 – 14: “Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él, y no lo desprecies aun estando tu en pleno vigor”
- ¿Entonces lo que dice el Señor es pura ficción?
- No exactamente. Dios no es excluyente, pero el hombre y por ende los padres pueden llegar a serlo. El Señor no separa a los padres de los hijos, al esposo de la esposa o a los hermanos entre sí, pero los padres, los hijos, los hermanos, y los esposos pueden intentar  separarnos de Dios, y entonces es cuando Jesús nos dice: “si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Dicho en palabras pobres, pero comprensibles: Jesús no excluye a la familia, pero alerta sobre los caprichos y malas prácticas que pueden alejar a sus miembros de Dios, y en este caso la elección está clara:  Dios prevalece. Tal vez aquí se puedan aplicar las palabras del Señor: “si tu mano te hace caer, córtatela: - aunque esto te haga sufrir mucho – más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos a la gehenna; y si tu pie te hace caer, córtatelo; … ; y si tu ojo te hace caer, sácatelo; … “ (Mc. 9, 43 – 47).
El Maestro calló, pero el discípulo, que ya había adquirido confianza en sí mismo, prosiguió:
- Maestro, todavía me falta un tema: “Quién no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”. ¿Qué me dices de esto?
- El hombre vive una experiencia que comporta un manojo de situaciones: riqueza – pobreza, salud – enfermedad, alegría – tristeza, éxito – fracaso, a lo que hay que añadir sentimientos, emociones, gracia y pecado. Es como una moneda con su anverso y su reverso, o como se dice normalmente con su cara y con su cruz; para ir en pos de Cristo hay que ir todo entero con las dos caras de la moneda. Que nadie se equivoque: seguir a Jesucristo no significa dejar atrás la pobreza, la enfermedad, la tristeza, el fracaso, la soledad, el abandono y las tentaciones; tendrá todo esto y más, probablemente corregido y aumentado, pero tiene la seguridad, no la esperanza, que Él le acompaña y nunca consentirá que se pierda en el camino.
Si alguien busca en la “sequela Christi” otra cosa, solo encontrará el fracaso y la desilusión.
Al escuchar estas palabras el discípulo miró de reojo al Maestro, el cual fingió no darse cuenta.
Se hizo un largo silencio.


domingo, 21 de agosto de 2016

HIPÓCRITAS, INÚTILES Y TREPAS.


Vigésimo segundo Domingo del tiempo ordinario C

Evangelio según san Lucas, 14, 1. 7 - 14.

Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.

Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola:
- Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: “Cédele el puesto a éste.” Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.
Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba.” Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.
Y dijo al que lo había invitado:
— Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado.
Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.


¿Por qué aceptó Jesús la invitación de comer en casa de este jefe de los fariseos? Sabía bien que no era bienvenido. Lo invitaron no para agasajarlo como se merecía, sino para  espiarlo, acecharlo, y para divertirse – burlándose de Él y de sus doctrinas – como si fuera un mono de feria. Jesús conocía muy bien a esa gente, los tenía catalogados y definidos:
* raza de víboras: lo había dicho ya Juan el Bautista (Mt. 3, 7); y el mismo Jesús les había dedicado este epíteto en diversas ocasiones ( Mt. 13, 34; 23, 33 – 35, etc);
* hipócritas y sepulcros blanqueados: (Cfr. Mt. 23, 13 – 32).
 No es para nada comparable esta invitación y esta comida a otras dónde el Señor era querido y reverenciado por sus anfitriones:
* familia de Pedro (Mc. 1, 29, 31);
* casa de Zaqueo (Lc. 19, 1 – 10);
* Casa de Marta y María en Betania (Lc. 10, 38 – 42).
- Entonces ¿por qué aceptó Jesús ir a comer a casa de este fariseo principal?
Se podría pensar que para darles una lección de urbanidad y cortesía de la que estaban evidentemente necesitados, pero su presencia tenía una intencionalidad más profunda y la clave de la interpretación la encontramos en los últimos versículos: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos».  
En definitiva: no prestes para que te devuelvan, no invites para que te inviten, no busques los mejores puestos, no seas como aquellos que denuncia el mismo Jesús:
Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; ensanchan las filacterias y alargan las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame `Rabbí' (Mt. 23, 5 – 7).
Tú sirve a los que no pueden pagarte con dinero, sino con bendiciones, y no busques en ningún momento un puesto, sea el último o el primero, sino ocupa humildemente el que te fuere asignado para mejor cumplimiento de tu servicio; haz suyo aquel principio de San Francisco de Sales: “Nada pedir, nada rehusar”.
Llegado a este punto el ermitaño sin darse cuenta su puso a divagar. ¡Cuántos hombres y mujeres hoy en la política, en la sociedad y en la misma Iglesia buscan sentarse en los primeros puestos! ¡cuántos se sientan en los últimos puestos, pero de manera muy visible, llevando el cafetito al jefe y repitiendo una y otra vez: “sí, bwana”, para que lo chuten hacia las altas esferas. ¡Cuántos trepas, cuántos inútiles, cuántos chupópteros que buscan y ocupan puestos no para servir sino para servirse!
Soplan vientos frescos en la Iglesia, hay aires de primavera. ¡Ojalá haya hombres nuevos, espíritus nuevos que, despojados totalmente de sus egos, como Cristo abran sus brazos y abracen a todos los hombres especialmente a los más necesitados; necesitados de pan, necesitados de cariño, necesitados de paz, de cultura: los pobres de nuestro tiempo.
Nuestro anacoreta se levantó y empezó a caminar. Se sentía contento, pues el próximo domingo ya estaría, Dios mediante, acompañado por su discípulo. Entonces se puso a cantar todo lo fuerte que podía, convencido de que salvo Dios y los animales de la montaña, nadie le escucharía:
Danos un corazón grande para amar.
Danos un corazón fuerte para luchar.
Hombres nuevos, creadores de la historia,
constructores de nueva humanidad.
Hombres nuevos que viven la existencia
como riesgo de un largo caminar.
Danos un corazón grande para amar.
Danos un corazón fuerte para luchar.
Hombres nuevos, luchando en esperanza,
caminantes sedientos de verdad.
Hombres nuevos, sin frenos ni cadenas,
hombres libres que exigen libertad.
Danos un corazón grande para amar.
Danos un corazón fuerte para luchar.
Hombres nuevos, amando sin fronteras,
por encima de razas y lugar.
Hombres nuevos, al lado de los pobres,
compartiendo con ellos techo y pan.
Danos un corazón grande para amar.
Danos un corazón fuerte para luchar.




domingo, 14 de agosto de 2016

AMNISTÍA GENERAL


Vigésimo primer Domingo del tiempo ordinario C

Evangelio según san Lucas, 13, 22 – 30.
En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó:
 Señor, ¿serán pocos los que se salven?
Jesús les dijo:
— Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”;  y él os replicará: “No sé quiénes sois.”
Entonces comenzaréis a decir. “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”.
Pero él os replicará: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.”
Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.
Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.



El ermitaño estaba contento aquella mañana. Sentía la ausencia del discípulo que seguía en su experiencia veraniega, pero se hallaba contento de no tener que compartir - ¿sería eso egoísmo? – su reflexión de este domingo. ¿Por qué?  Muy probablemente porque sus reflexiones no eran demasiado ortodoxas, y no quería herir sensibilidades y provocar a los sabios teólogos que tienen por menester reflexionar sobre las reflexiones de los demás para poder cogerlos en falta y mandarlos – por fortuna solo simbólicamente – a la hoguera.
Dicen los entendidos que a un hombre le puede privar de todo tipo de libertad menos de la libertad de pensamiento, aunque muchos lo intenten y en ocasiones hasta lo consigan. Pero este no era el caso el ermitaño, que podía pensar libremente, sin que nadie interfiriera, pues sus pensamientos eran suyos, solo suyos y, si acaso, de la suave brisa que lo acariciaba cada día.
Camino de Jerusalén – toda la vida de Jesús es un caminar hacia Jerusalén – uno le pregunta: “¿Señor, son pocos los que se salven?” Resulta evidente que esta pregunta es fruto de la curiosidad, banal y absolutamente frívola, que no indica ningún compromiso personal, muy lejana de aquella otra formulada por el joven rico: “Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?” (Mt. 19, 16).

Jesús, que conocía bien el percal, elude la pregunta y no da una respuesta directa, pero  aprovecha la ocasión para hacer una catequesis y nos habla de la meritocracia, término hoy muy en boga y muy discutido. Resumiendo: la salvación no se alcanzará por ser del linaje de Abrahán, de Isaac y de Jacob, sino por el esfuerzo personal y la dedicación de cada cual  a las cosas del Reino.
Jesús dice abiertamente que muchos quedarán fuera, pero – y esto es lo curioso – no dice que sean pocos los que entren, sino más bien lo contrario, pues vendrán de los cuatro puntos cardinales a sentarse a la mesa del Reino: “Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios”.
La segunda parte del texto es muy duro y casi terrorífico: “Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”; y él os replicará: “No sé quiénes sois.” Entonces comenzaréis a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas.” Pero él os replicará: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.”. Entonces será el llanto y el rechinar de dientes”
De todas maneras al ermitaño le revolvían las tripas estas palabras. No conseguía imaginarse al Señor dando con las puertas en las narices a todos aquellos que, aunque sea a destiempo, digan: “Señor, ábrenos”. En el pensamiento del padre, que tiene entrañas de misericordia, debe haber previsto algo así como un tornado o un tsunami que de improviso y al último momento derribe todos los muros y abra todas las puertas para que puedan entrar todos los que lo deseen. Algo así como una amnistía general.  Es cierto que esto puede contradecir lo dicho por Jesús, pero el anciano piensa y compara con lo que hacen muchos padres que para obtener un mayor rendimiento de sus hijos dicen: “si no haces esto o aquello, si no te portas bien, los Reyes solo te traerán carbón”. Y mientras tanto ellos ya tienen comprados y bien escondidos los regalos para sus hijos”.


domingo, 7 de agosto de 2016

JESUS ≠ PIRÓMANO

Vigésimo Domingo del tiempo ordinario C

Evangelio según san Lucas, 12, 49 – 53.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
¿Pensáis que be venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.

El ermitaño leyó y releyó el evangelio del día, vigésimo del tiempo ordinario del ciclo C.  Lo comprendía, pero le daba un cierto repelús. Pensó en los sacerdotes que en el mundo entero, sobre todo aquellos que se encuentran en el hemisferio norte, tenían que explicar este texto a sus feligreses.
El fuego acecha nuestros campos y sobre todo nuestros bosques, calcinando cada año muchos miles de hectáreas a lo largo de todo el mundo, dejando tras de sí muerte, desolación y pobreza. ¿Cómo se puede explicar en este contexto que Jesús vino a prender fuego a la tierra y que su máximo deseo es que todo esté ya ardiendo?
Aun partiendo del principio que se trate tan solo de un ejemplo ¿ha sido este acertado?
Si tenemos como referencia nuestra experiencia veraniega y contemplando nuestros montes calcinados, diríamos que el símil no estuvo acertado, pero Jesús tan solo quiso exteriorizar sus anhelos y, ¿cómo no? , su angustia. Estas afirmaciones del Señor se pueden explicar con otra imagen de fuego también en la conciencia de nuestros pueblos y aldeas de profundo arraigo campesino dónde los labradores una vez recogida la cosecha de grano, queman en el campo la paja sobrante y los demás rastrojos. ¿Para qué? Para preparar el terreno para una nueva siembra y aprovechar la ceniza como abono, (hoy, con la nueva tecnología y los abonos químicos, no se valoriza la ceniza como abono por su bajo potencial fertilizante).
Jesús había recibido del Padre la misión de reconducir, en primer lugar al Pueblo elegido  Israel: “Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel” (Mt- 15, 24), pero es consciente de que tiene que hacer borrón y cuenta nueva, tiene que quemar “casi” todo lo anterior, y preparar el terreno para una nueva siembra; sus intervenciones en este sentido son muy frecuentes. Algunos ejemplos:
* “Jesús contestó: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn. 2, 19);
* “Cuando salió Jesús del templo y caminaba, se le acercaron sus discípulos, que le señalaron las edificaciones del templo y él les dijo: “¿Veis todo esto? En verdad os digo que será destruido sin que quede allí piedra sobre piedra”” (Mt., 24, 1 – 2);
* “Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pues yo os digo: no hagáis frente a los que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra” (Mt. 5, 38 -39);
* “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn. 13, 34).
Siguiendo el símil del campesino que utiliza las cenizas de la quema de rastrojos para abonar una nueva cosecha - y salvando todas las distancias posibles e imaginables, que las hay - Jesús al traer el fuego a la tierra tenía que derribar muchos templos, muchas costumbres, muchos cultos sin sentido, pero había también algo que salvar, algo indestructible, que debía permanecer en la nueva siembra, y que constituiría, utilizando otro símil igualmente del mundo agrícola, la madre que da sabor y calidad al nuevo vino, y lo constituyen las Escrituras, la Palabra de Dios dirigida a su Pueblo. “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt. 5 17).
En definitiva: Jesús contempla ese inmenso campo que debe sembrar, pero eso supone que es menester derribar, despedregar, quemar, allanar; la tarea resulta inmensa, árida y arriesgada,  por eso en un momento de intimidad con los suyos y de sinceridad exclama: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»