Evangelio según san Lucas, 14,
25 - 33.
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él
se volvió y les dijo:
— Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre
y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas,
e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser
discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se
sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea
que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él
los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz
de acabar.”
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se
sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del
que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos,
envía legados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus
bienes no puede ser discípulo mío.
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Era muy de madrugada todavía cuando el ermitaño salió de su
cueva e inició los ejercicios gimnásticos de costumbre. Aunque
estacionalmente era todavía verano el frescor matinal se hacía notar.
Estaba contento, muy contento; el
discípulo que durante años le acompañaba en esta oración dominical volvía a estar con él, y ¡cuánto
agradecía aquella compañía! Era plenamente consciente de que un día
terminaría; el joven estaba creciendo y tomaría una decisión vital que lo
alejaría, muy probablemente de su pequeño pueblo, pero el ermitaño intentaba
vivir intensamente el presente; la compañía del discípulo cada domingo era un
regalo de Dios que agradecía de todo corazón, y cuando esta terminara, otra
bendición tendría de Dios en cuyas manos había puesto su vida y su vocación eremítica.
Había subido a visitarle la tarde del
domingo anterior, para entregarle algún recuerdo que le había comprado y para
contarle detalladamente la experiencia veraniega en los arrabales de Paris.
Hablaba, hablaba y no paraba. Se veía feliz.
El Maestro veía al joven todavía muy
sensible y vulnerable. El año anterior se había entusiasmado con sus
experiencias monásticas en Taizé y en Bose, este año había disfrutado
enormemente participando en el servicio que a los pobres más pobres prestan
algunas congregaciones e institutos en los suburbios de Paris.
Entusiasmado, esa era la palabra.
- Creía que Francia era un país laico,
agnóstico y materialista, le había explicado, y quizás lo sea en sus
mayorías, pero hay grupos muy amplios con una religiosidad muy viva, muy
auténtica y original que pueden servir de referencia en la nueva evangelización.
- Buenos días, Maestro, ¿me estabas
esperando?
- Estaba aquí con ánimos de verte y
saludarte, y si eso significa esperar, te esperaba, pero debo añadir que has
llegado, como lo haces siempre, muy temprano. Has recobrado tus viejas
costumbres.
- Vale, Maestro, decía el joven mientras
se sentaban cada cual en su sitio, como estamos recobrando las viejas
costumbres te hago la sólita pregunta: ¿qué dice el evangelio de hoy? ¿Es Jesús
tal radical y tan prepotente como aparece en la lectura de hoy?
- Son dos las preguntas que formulas. A
la primera, ¿es Jesús radical? hay que contestar necesariamente “sí “, nos
invita a ser radicales y claros; nada de ambigüedades: “Nadie puede servir
a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se
dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podréis servir a Dios y al
dinero” (Mt. 6, 24). Él mismo vivió esa radicalidad hasta las últimas
consecuencias, como nos describe San Pablo: “El cual – Cristo Jesús
– siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al
contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho
semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se
humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”
(Fil. 2, 6 – 8).
A la segunda pregunta: “¿es Jesús
prepotente?, hay que contestar necesariamente “no”, no es prepotente ni
excluyente, aunque pueda parecerlo desde una lectura superficial del
evangelio de hoy. Jesús bendice y consagra la familia, y no pretende ser
motivo de división sino de unidad. Insisto, no debilita los lazos familiares
sino los fortalece. Dios da la fuerza a los padres para acoger y amar a sus
hijos, aunque cuando estos se hayan alejado de la casa paterna, como se
evidencia en la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc. 15, 11 – 31; y da la
fuerza a los hijos para suportar a los padres cuando estos se excedan con sus
comportamientos - ¡nadie es perfecto! – y cuando consumidos y desgastados por
el peso de los años y de las enfermedades necesitan especial y, a veces,
agotadora asistencia por parte de los hijos como indicaba ya el libro del
Eclesiástico, 3, 13 – 14: “Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante
su vida no le causes tristeza. Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él,
y no lo desprecies aun estando tu en pleno vigor”
- ¿Entonces lo que dice el Señor es pura
ficción?
- No exactamente. Dios no es excluyente,
pero el hombre y por ende los padres pueden llegar a serlo. El Señor no
separa a los padres de los hijos, al esposo de la esposa o a los hermanos
entre sí, pero los padres, los hijos, los hermanos, y los esposos pueden
intentar separarnos de Dios, y
entonces es cuando Jesús nos dice: “si alguno viene a mí y no pospone a su
padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus
hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Dicho en
palabras pobres, pero comprensibles: Jesús no excluye a la familia, pero
alerta sobre los caprichos y malas prácticas que pueden alejar a sus miembros
de Dios, y en este caso la elección está clara: Dios prevalece. Tal vez aquí se puedan
aplicar las palabras del Señor: “si tu mano te hace caer, córtatela: -
aunque esto te haga sufrir mucho – más te vale entrar manco en la vida que
ir con las dos manos a la gehenna; y si tu pie te hace caer, córtatelo; … ; y
si tu ojo te hace caer, sácatelo; … “ (Mc. 9, 43 – 47).
El Maestro calló, pero el discípulo, que
ya había adquirido confianza en sí mismo, prosiguió:
- Maestro, todavía me falta un tema: “Quién
no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”.
¿Qué me dices de esto?
- El hombre vive una experiencia que
comporta un manojo de situaciones: riqueza – pobreza, salud – enfermedad,
alegría – tristeza, éxito – fracaso, a lo que hay que añadir sentimientos,
emociones, gracia y pecado. Es como una moneda con su anverso y su reverso, o
como se dice normalmente con su cara y con su cruz; para ir en pos de Cristo hay
que ir todo entero con las dos caras de la moneda. Que nadie se equivoque:
seguir a Jesucristo no significa dejar atrás la pobreza, la enfermedad, la
tristeza, el fracaso, la soledad, el abandono y las tentaciones; tendrá todo
esto y más, probablemente corregido y aumentado, pero tiene la seguridad, no
la esperanza, que Él le acompaña y nunca consentirá que se pierda en el
camino.
Si alguien busca en la “sequela Christi”
otra cosa, solo encontrará el fracaso y la desilusión.
Al escuchar estas palabras el discípulo
miró de reojo al Maestro, el cual fingió no darse cuenta.
Se hizo un largo silencio.
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