domingo, 6 de noviembre de 2016

DESTRUID ESTE TEMPLO, Y YO …


Trigésimo tercer Domingo del tiempo ordinario C

Evangelio según san Lucas, 21, 5 - 19.
En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo:
— Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra:
todo será destruido.
Ellos le preguntaron:
— Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?
Él contestó:
— Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: “Yo soy”, o bien: “El momento está cerca”; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.
Luego les dijo:
— Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

- Maestro, dijo el discípulo al llegar y después de los saludos de costumbre, el evangelio de hoy es un tanto complicado.
- Este último domingo del tiempo ordinario tiene en los tres ciclos un sabor escatológico y, por consiguiente, bastante confuso.
- ¿Éste es el último domingo del tiempo ordinario?
- No es el último según el calendario, pero sí el último en que hacemos las lecturas continuadas, pues el próximo, el trigésimo cuarto, está dedicado a la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. De alguna manera es la meta a la que nos conduce todo el año litúrgico: nuestro encuentro total y definitivo con Jesucristo y nuestra participación en su Reino.
Pero vayamos al texto que hoy nos convoca. Tiene, según creo, varias lecturas o perspectivas:
1 - Dimensión histórica y profética. “Algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos”;  tanta admiración era lógica, pues en el tiempo de Jesús el templo de Jerusalén estaba recién construido. Sigue llamándose “Segundo Templo o Templo de Herodes”, pero de hecho podría llamarse “tercer templo”, pues este mandatario, megalómano y cruel, para granjearse la benevolencia del pueblo hebreo derribó el segundo templo construido por el pueblo judío y sufragado por donativos  populares a la vuelta del destierro de Babilonia, entre los años 535 y 516 a. C. e hizo construir uno nuevo similar al anterior, pero rodeándolo de una gran plaza porticada de 500 metros de largo por 300  de ancho. Se trataba, sin lugar a dudas, de una gran obra arquitectónica; todavía hoy se pueden contemplar sillares gigantescos de unos once metros de largo.
“Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida”. Esta profecía se cumplió el año 70, cuando las tropas romanas al mando de Tito, hijo del emperador Vespasiano no solo destruyó sino que arrasó totalmente el templo de Herodes, por lo que esta maravillosa obra apenas permaneció unos de 80 años.
Las consecuencias para el pueblo de Israel han sido nefastas. La conquista de Judea y la destrucción del templo significó la dispersión – la diáspora – de los hebreos. Desde entonces y durante casi diecinueve siglos  fue un pueblo apátrida, con frecuencia expulsado de las naciones y en ocasiones ferozmente perseguido. En 1948 se constituye el nuevo Estado de Israel, alcanzando así su meta política, pero no la religiosa. Tienen un estado, pero carecen de templo y del culto mosaico. Como el joven Azarías en el horno encendido caminando entre las llamas, también hoy los creyentes judíos pueden proclamar:
“En este momento no tenemos príncipes,
ni profetas, ni jefes;
ni holocausto, ni sacrificios,
ni ofrendas, ni incienso;
ni un sitio donde ofrecerte primicias,
para alcanzar misericordia” (Dn. 3, 38).
2 - Dimensión escatológica. En la cultura judía se vinculaba el fin del templo al fin del mundo, por eso asustados los apóstoles le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿cuál será la señal de que todo eso está  para suceder?
Entiendo que Jesús da una doble respuesta: por un lado habla de la parusía, es decir, del fin de los tiempos y de la vuelta del Hijo del hombre, versículos 8 – 19 y 25 – 36, (permíteme un inciso: en la liturgia de  hoy se lee solo hasta el versículo 20, pero conviene leer todo el capítulo para comprender toda la respuesta de Jesús a la pregunta de sus discípulos), haciendo hincapié en los puntos:
* el fin del mundo no es inmediato: “es necesario que esto ocurra primero, pero el fin no será enseguida”,
* tampoco podemos esperar pasivamente que esto llegue, error que cometieron algunos discípulos de la primitiva iglesia de Jerusalén, sino que tenemos una misión que cumplir: “Esto os servirá de ocasión para dar testimonio”; es decir, nuestro caminar en este mundo debe ser un continuo testimonio de lo que creemos y de lo que esperamos;
por otro lado habla de la conquista de Jerusalén y la destrucción del templo, versículos 20 – 24: “Y cuando veáis a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sabed que entonces está cerca su destrucción. Entonces los que estén en Judea, que huyan a los montes; los que estén en medio de Jerusalén, que se alejen; los que estén en los campos, que no entren en ella; porque son días de venganza … “
Creo, amigo mío, que Jesús, en su discurso, distingue con claridad los dos momentos: por un lado la conquista de Jerusalén por las tropas romanas, y por otro el fin del mundo y el encuentro definitivo de la humanidad con Cristo Salvador.
Pero percibo otra enseñanza y la más importante …
- ¿Cuál es, Maestro?
- Jesús respetaba enormemente el templo de Jerusalén. Allí fue presentado al Señor a los cuarenta días de su nacimiento (Cfr. Lc. 2, 21 – 38), y allí lo encontramos, cuando tenía doce años, “sentado entre los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc. 2, 46); sube a Jerusalén cada año para las fiestas y acude al templo a orar y a enseñar. Llega inclusive a identificarse con el Padre llamando al templo su casa: “mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos” (Lc. 19, 46); pero es consciente que la misión del templo está llegando a su fin; ya no será imprescindible, ya no será el centro del culto: “Créeme, mujer: - dijo Jesús a la samaritana - se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre, …. Se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que adoren deben hacerlo en espíritu y verdad” (Jn. 4, 21 – 24). En otra ocasión, estando en el templo, Jesús  proclamó proféticamente: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn. 2, 19) y el evangelista, por si acaso, acude a explicárnoslo: “Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús” (Jn. 2, 21 – 22).
- Si me permites resumir, yo diría, Maestro, que en la nueva economía de la salvación el centro de nuestro culto, no es el templo, ningún templo, por muy rico y hermoso que sea, sino la persona de Jesucristo Resucitado y por Él, con Él y en Él, animados por el Espíritu, adoramos al Padre por siempre.
- Amén, contestó el ermitaño.
Y a continuación añadió:
- Recitemos el Salmo 14, y preguntémonos si de verdad estamos en el único templo del Señor Dios.
Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda
y habitar en tu monte santo?
El que procede honradamente 
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua,
el que no hace mal a su prójimo 
ni difama al vecino;
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor,
el que no retracta lo que juró
aun en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que así obra nunca fallará.


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