Tercer Domingo de Adviento A
Evangelio
según san Mateo, 11, 2 - 11.
En
aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le
mandó a preguntar por medio de sus discípulos:
Jesús
les respondió:
-
Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo:
los
ciegos ven, y los inválidos andan;
los
leprosos quedan limpios,
y
los sordos oyen;
los
muertos resucitan,
y a los pobres se les anuncia el Evangelio.
¡Y
dichoso el que no se escandalice de mí!”
Al
irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:
-
¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento?
¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo
habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta?
Sí,
os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito:
"Yo envío
mi mensajero delante de ti,
para que
prepare el camino ante ti."
Os
aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista;
aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.
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Estaba el ermitaño sentado y con
un palo largo atizaba el fuego, moviendo las brasas para que prendiera bien
la leña que había colocado; mientras hacía esto y esperaba la llegada del
discípulo pensaba en las Navidades ya cercanas y como las había vivido en su
niñez y adolescencia en su pueblo natal. Faltaba de todo, pero abundaba la
alegría y el ingenio. La chiquillada, algunos domingos antes del 25 de
Diciembre se lanzaba a la calle y con una pandereta, dos o tres botellas de
anís – vacías, claro está – y en los mejores días una zambomba iban de puerta
en puerta cantando villancicos, y siempre les
daban algo: unas monedas, unos trocitos de chocolate, unos frutos
secos y, ya cercanos a la fiesta, algo de turrón y hasta fruta confitada. Al
acabar la ronda se iban a la era a
merendar. La música debía de sonar a rayos, pero las meriendas sabían a gloria.
En estas
estaba cuando oye la voz del discípulo que dice mientras entra : “¿se
puede?”, y por supuesto sin esperar respuesta, como Roque por su casa, se
dirige a la lumbre, saluda con una sonrisa de oreja a oreja al anacoreta, y
se sienta en el tronco que, desde
siempre y durante el invierno, tiene preparado.
Con el
rostro alegre y sonriente continúa:
- ¡Nos
encontramos de nuevo en este domingo con Juan el Bautista!
- Sí, pero
en esta ocasión en circunstancias bien distintas. El domingo pasado lo hemos visto a orillas
del Jordán, en plena actividad misionera y rezumando autoridad por los cuatro
costados, y hoy lo encontramos encerrado en una mazmorra, en una situación
física muy precaria que está dejando mella también en su estado de ánimo. Era
consciente de su misión; de hecho había afirmado. “Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene
detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os
bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Mt. 3, 11); y en otra ocasión afirmó:
“Él tiene que crecer, y yo tengo que
menguar” (Jn. 3, 30), pero como dice el refrán: “una cosa es predicar y
otra bien dar trigo”. Y Juan, prisionero, empieza a dudar; probablemente
comienza a perder aquello que hoy
llamamos autoestima, y se hace preguntas: “¿Habré estado equivocado? ¿He
sido, acaso, un visionario con alucinaciones?, ¿Ha merecido la pena tanta entrega, tanto sacrificio,
tanta dedicación? ¿He acertado al presentar a Jesús de Nazaret como el Mesías
esperado?”. A la cárcel llegaban noticias, es posible que algunas filtradas y
manipuladas, por lo que en su soledad y abatimiento las dudas lo corrroían
cada vez más.
En una
ocasión en que algunos de sus discípulos fueron a visitarle, - pienso que más
por compasión que por devoción, al fin y al cabo era ya un árbol caído, lo
que en nuestro lenguaje definiríamos como un cadáver – les pide que se
acerquen a Jesús, que está ya en su apogeo, y le presenten sus dudas: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que
esperar a otro?” ; pregunta que yo interpretaría de la siguiente manera:
“Aquí en la cárcel me llegan noticias contradictorias, dicen que haces cosas
raras y que las autoridades te la tienen jurada; dime, por favor, que no me
he equivocado, que mi vida no ha sido un fracaso, que ha valido la pena”.
Y Jesús lo
tranquiliza y no con bonitas palabras, con cantos de elogios, sino con el
testimonio: ““Id a anunciar a Juan lo
que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los
leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los
pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de
mí!”
Y después,
si, vienen los elogios: “Os aseguro que
no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista”, elogios que
muy probablemente nunca llegaron a los oídos de Juan.
- De
acuerdo, Maestro, creo que ahora comprendo un poco mejor la situación del
Bautista, y lo que sufrió en el ocaso de su ministerio y de su vida, pero
dame algún punto práctico que pueda servir me de reflexión y de referencia
para mi vida cotidiana.
- Vale, te
voy a dar tres puntos:
1º - Testimonio.
En nuestra sociedad hay demasiadas palabras, pero poco ejemplo; buenos ejemplos,
quiero decir. Jesús no se paró a razonar con los enviados de Juan, ni a
darles muchas explicaciones; se limitó a decirles: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo” y a nosotros
nos aconseja lo mismo: palabras, las precisas; pero, eso sí, que: ”brille así vuestra luz ante los
hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que
está en los cielos” (Mt. 5, 16).
2º - Confianza. A veces las circunstancias
de la vida nos arrojan a un pozo hondo y sin salida. Todo lo vemos negro,
desconfiamos de nosotros mismos y de los demás. Y añadimos sufrimiento al
sufrimiento. Al dolor de la situación concreta – incomprensión, menosprecio,
a veces inclusive desprecio acompañado casi siempre de calumnias, mentiras,
comentarios y medias verdades , que suelen ser las mentiras más dañinas – no
añadamos el dolor de la culpabilidad, de la autonegación, y de la pérdida de
autoestima. Confiemos, porque después de la tormenta viene la bonanza,
después del Calvario, viene el Tabor o Domingo de Gloria.
3º - Esperanza. San Pablo pone como
ejemplo a Abrahán que: “apoyado en la
esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos
pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: “Así será tu descendencia””
(Rom. 4, 18). Ninguno de nuestros esfuerzos
resultará estéril, toda semilla que echemos a tierra fructificará, no
sabemos cuándo, pero fructificará. Probablemente a ninguno de nosotros
prometió el Señor ser padre de muchos pueblos, pero, sí, nos dijo: “El que dé de beber, aunque no sea más que
un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo,
en verdad os digo que no perderá su recompensa” (Mt. 10, 42).
Con
confianza y esperanza, caminemos al
encuentro del Señor; seamos testigos de su amor y de su ternura, así
anunciaremos que Él viene para quedarse.
Recordando
al Bautista encarcelado y exhausto, como si quisieran darle ánimos los los,
Maestro y discípulo, cantaron a media voz:
Vamos
a preparar el camino del señor,
vamos a construir
la ciudad de nuestro Dios.
vendrá el Señor
con la aurora,
Él brillará en
la mañana,
pregonará
la verdad.
vendrá el Señor
con su fuerza,
Él romperá las
cadenas,
Él nos dará la
libertad.
El estará a nuestro lado,
Él guiará nuestros pasos,
Él
nos dará la salvación.
Nos
limpiará del pecado,
ya no seremos esclavos,
Él
nos dará la libertad.
Visitará
nuestras casas,
nos llenará de esperanza,
Él
nos dará la salvación.
Compartirá
nuestros cantos,
todos seremos hermanos,
Él
nos dará la libertad.
Caminará
con nosotros,
nunca estaremos ya solos,
Él
nos dará la salvación.
Él
cumplirá la promesa,
y llevará nuestras penas,
Él
nos dará la libertad.
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