Solemnidad del Santísimo Sacramento del
Cuerpo y la Sangre de Cristo – C
Evangelio según san Lucas, 9, 11b – 17.
En aquel
tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que
lo necesitaban.
Caía la tarde,
y los Doce se le acercaron a decirle:
— Despide a la
gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y
comida, porque aquí estamos en descampado.
Él les
contestó:
— Dadles
vosotros de comer.
Ellos
replicaron:
— No tenemos
más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para
todo este gentío.
Porque eran
unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a
sus discípulos:
— Decidles que
se echen en grupos de unos cincuenta.
Lo hicieron
así, y todos se echaron.
Él, tomando
los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la
bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se
los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las
sobras: doce cestos.
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Era el día del Corpus. El ermitaño se
había levantado de su catre para rezar el Oficio de Lecturas – él prefería
llamarlo “Maitines” – mucho antes que el sol irrumpiera en el horizonte, y
como solía hacer en las grandes solemnidades no volvió a acostarse sino que
permaneció en meditación.
Aquella mañana
el discípulo no subiría a compartir la oración, ya que estaba cada vez más
comprometido con la parroquia de su pueblo; la falta de sacerdotes exigía una
mayor implicación de los laicos. El joven lo sabía y asumía esta
responsabilidad, aunque se sentía más llamado a la meditación que a la acción
y hubiera preferido subir a donde el ermitaño, escuchar su palabra y rezar
laudes con él, pero como le decía el Maestro, “a veces” está antes la
obligación que la devoción.
El Maestro se
permitió al principio divagar un poco. Recordó las varias procesiones
del Corpus en las que había
participado, desde aquellas solemnes y sobrias de algunas ciudades de
Castilla, con las calles alfombradas de flores y/o de romero, lavanda y otras
plantas aromáticas, hasta aquellas de algunos pueblos donde el protagonismo
lo llevaba no precisamente Jesús Sacramentado, sino los niños y niñas que
habían recibido la Primera Comunión esa mañana o en días anteriores, y que
con sus saludos y sus trajes eran el centro de toda atención y de todo tipo
de comentarios.
Se percató el
Maestro que estaba divagando demasiado. Se levantó, salió fuera – hacía frío
no obstante estuviera bastante entrada la primavera – hizo los acostumbrados
ejercicios gimnásticos, entró de nuevo
en su cueva y puso en oración.
El evangelio
del día era verdaderamente interesante. Había un acontecimiento previo que no
aparece en el texto de hoy, pero al ermitaño le suscitaba todo tipo de
emociones: A vuelta de la predicación los discípulos estaban cansados y
eufóricos, deseosos de contar al Señor sus experiencias y este encantado de
escucharlas, por eso se retiró a Betsaida, para descansar y compartir todas
estas emociones en la intimidad: pero ¡imposible!; “la gente, al darse cuenta, lo siguió” y Jesús se ve obligado a
cambiar el programa: los acoge y los atiende.
Y es aquí
cuando surgen las preguntas: ¿Cómo acoge Jesús? ¿Cómo debe acoger la Iglesia?
¿Cómo debemos acoger nosotros?
La respuesta
es evidente; ante todo anunciar el
Reino de Dios, sin esto, como dijo el papa Francisco en la primera
homilía de su pontificado, “nos
convertiremos en una ONG piadosa, pero no en la esposa del Señor”.
En segundo
lugar, “sanar a los que tienen
necesidad de curación”. Por supuesto que debemos hacer servicios de
suplencia allí dónde no llegan los Estados u otras organizaciones
especializadas, pero nuestra misión está sobre todo en atender e intentar
poner remedio a tantas heridas que supuran en el mundo de hoy, fruto de la
pobreza, injusticias, marginaciones, diferencias e inclinaciones sexuales,
etc. Pero no podemos hacerlo desde un
plano superior, como si médicos o profesionales fuéramos, sino como meros
compañeros de camino que al percatarse del sufrimiento ajeno sacan de su
zurrón un poco de aceite y unas vendas para aliviar su dolor. Parafraseando
un tanto y dándole un sentido positivo podemos recordar el refrán español:
“arrieros somos todos y en el camino nos encontramos”.
En tercer
lugar alimentar a todos. Alimentar físicamente: siempre y muy
especialmente en este momento de crisis debemos recordar las palabras del
Señor: “tuve hambre y me disteis de
comer” (Mt. 25, 35), pero el alimento que tenemos para ofrecer va mucho
más allá del “pan nuestro de cada día”.
es todo aquello que eleva el hombre a vivir toda su dignidad y su condición
de hijo de Dios.
Lo que más
extasiaba al Maestro eran estas dos afirmaciones: “comieron todos y se saciaron” y “recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos”.
Indudablemente entre los comensales habían buenos, malos y mediopensionistas.
Cabe suponer que entre los presentes estaba aquel grupito famoso que siempre
acompañaba a Jesús para hacerle preguntas capciosas y reventar sus asambleas.
Y todos comieron y todos se saciaron; y sobró.
Mandó que se
sentaran en grupos de cincuenta cada uno. Nadie preguntó de dónde procedía
cada cual o como pensaba, ni siquiera si era amigo o enemigo; sencillamente
comieron todos y se saciaron. Tenemos
que recuperar el sentido de universalidad. Todos estamos llamados y cada uno
caminará según sus capacidades, según sus luces, según sus fuerzas. No
excluyamos, no anatematicemos, no excomulguemos a nadie. Cojamos al hermano
herido y acompañémoslo hasta la meta. Lo demás dejémoslo en manos de Dios,
seguro que lo hará con más benevolencia y misericordia que nosotros. Al final
sobraron doce cestos
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