jueves, 26 de mayo de 2016

PAN PARA TODOS.


Solemnidad del Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo – C



Evangelio según san Lucas, 9, 11b – 17.
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle:
— Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado.
Él les contestó:
— Dadles vosotros de comer.
Ellos replicaron:
— No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.
Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos:
— Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.
Lo hicieron así, y todos se echaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.



Era el día del Corpus. El ermitaño se había levantado de su catre para rezar el Oficio de Lecturas – él prefería llamarlo “Maitines” – mucho antes que el sol irrumpiera en el horizonte, y como solía hacer en las grandes solemnidades no volvió a acostarse sino que permaneció en meditación.
Aquella mañana el discípulo no subiría a compartir la oración, ya que estaba cada vez más comprometido con la parroquia de su pueblo; la falta de sacerdotes exigía una mayor implicación de los laicos. El joven lo sabía y asumía esta responsabilidad, aunque se sentía más llamado a la meditación que a la acción y hubiera preferido subir a donde el ermitaño, escuchar su palabra y rezar laudes con él, pero como le decía el Maestro, “a veces” está antes la obligación que la devoción.
El Maestro se permitió al principio divagar un poco. Recordó las varias procesiones del  Corpus en las que había participado, desde aquellas solemnes y sobrias de algunas ciudades de Castilla, con las calles alfombradas de flores y/o de romero, lavanda y otras plantas aromáticas, hasta aquellas de algunos pueblos donde el protagonismo lo llevaba no precisamente Jesús Sacramentado, sino los niños y niñas que habían recibido la Primera Comunión esa mañana o en días anteriores, y que con sus saludos y sus trajes eran el centro de toda atención y de todo tipo de comentarios.
Se percató el Maestro que estaba divagando demasiado. Se levantó, salió fuera – hacía frío no obstante estuviera bastante entrada la primavera – hizo los acostumbrados ejercicios gimnásticos,  entró de nuevo en su cueva y puso en oración.
El evangelio del día era verdaderamente interesante. Había un acontecimiento previo que no aparece en el texto de hoy, pero al ermitaño le suscitaba todo tipo de emociones: A vuelta de la predicación los discípulos estaban cansados y eufóricos, deseosos de contar al Señor sus experiencias y este encantado de escucharlas, por eso se retiró a Betsaida, para descansar y compartir todas estas emociones en la intimidad: pero ¡imposible!; “la gente, al darse cuenta, lo siguió” y Jesús se ve obligado a cambiar el programa: los acoge y los atiende.
Y es aquí cuando surgen las preguntas: ¿Cómo acoge Jesús? ¿Cómo debe acoger la Iglesia? ¿Cómo debemos acoger nosotros?
La respuesta es evidente; ante todo anunciar el Reino de Dios, sin esto, como dijo el papa Francisco en la primera homilía de su pontificado, “nos convertiremos en una ONG piadosa, pero no en la esposa del Señor”.
En segundo lugar, “sanar a los que tienen necesidad de curación”. Por supuesto que debemos hacer servicios de suplencia allí dónde no llegan los Estados u otras organizaciones especializadas, pero nuestra misión está sobre todo en atender e intentar poner remedio a tantas heridas que supuran en el mundo de hoy, fruto de la pobreza, injusticias, marginaciones, diferencias e inclinaciones sexuales, etc.  Pero no podemos hacerlo desde un plano superior, como si médicos o profesionales fuéramos, sino como meros compañeros de camino que al percatarse del sufrimiento ajeno sacan de su zurrón un poco de aceite y unas vendas para aliviar su dolor. Parafraseando un tanto y dándole un sentido positivo podemos recordar el refrán español: “arrieros somos todos y en el camino nos encontramos”.
En tercer lugar alimentar a todos.  Alimentar físicamente: siempre y muy especialmente en este momento de crisis debemos recordar las palabras del Señor: “tuve hambre y me disteis de comer” (Mt. 25, 35), pero el alimento que tenemos para ofrecer va mucho más allá del “pan nuestro de cada día”. es todo aquello que eleva el hombre a vivir toda su dignidad y su condición de hijo de Dios.
Lo que más extasiaba al Maestro eran estas dos afirmaciones: “comieron todos y se saciaron” y “recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos”. Indudablemente entre los comensales habían buenos, malos y mediopensionistas. Cabe suponer que entre los presentes estaba aquel grupito famoso que siempre acompañaba a Jesús para hacerle preguntas capciosas y reventar sus asambleas. Y todos comieron y todos se saciaron; y sobró.
Mandó que se sentaran en grupos de cincuenta cada uno. Nadie preguntó de dónde procedía cada cual o como pensaba, ni siquiera si era amigo o enemigo; sencillamente comieron todos y se saciaron. Tenemos que recuperar el sentido de universalidad. Todos estamos llamados y cada uno caminará según sus capacidades, según sus luces, según sus fuerzas. No excluyamos, no anatematicemos, no excomulguemos a nadie. Cojamos al hermano herido y acompañémoslo hasta la meta. Lo demás dejémoslo en manos de Dios, seguro que lo hará con más benevolencia y misericordia que nosotros. Al final sobraron doce cestos




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