Solemnidad de Pentecostés C
- Buenos días, Maestro, de nuevo estamos en Pentecostés. ¿Puedo hacer la
misma pregunta que te planteé el año pasado?
- Buenos días, amigo mío.
Si, hoy es un gran día: Pentecostés. Si me formulas la misma pregunta del año
pasado, lo lógico es que te dé la misma respuesta, pero, ¡como quieras!
- Pues allá voy: estamos
terminando el tiempo pascual, y aún nos quedan dos celebraciones relevantes:
Santísima Trinidad y la fiesta del Corpus; en los comentarios que escucho y
que leo, cada una de estas fiestas es muy importante. Entonces mi pregunta
es: “¿es Pentecostés el acontecimiento de mayor calado del Nuevo Testamento?”
- Bueno, pues mi respuesta
es la misma que te ofrecí el año pasado. Los acontecimientos del Nuevo
Testamento son hechos concadenados. Así la Pascua de Resurrección no
existiría si no hubiera acontecido la Navidad y esta si no hubiera precedido
la Encarnación.
De todas maneras y sin
lugar a dudas el acontecimiento cumbre de la Historia de la Salvación que
marca un antes y un después es la Resurrección de Cristo en la mañana de la
Pascua. Es el inicio del Nuevo Tiempo. Ahora bien, ese acontecimiento hubiera
quedado en la memoria de unos cuantos, que lo hubieran transmitido a sus
hijos y nietos y con el tiempo hubiera degenerado en una leyenda o quizás en
uno más de los tantos mitos que pululan la historia.
Pentecostés, la venida del
Espíritu Santo narrada en las lecturas de la liturgia de hoy, es el motor de
propulsión que lanza el espíritu del cenáculo a los cinco continentes y hace
que la experiencia del Resucitado vivida por un pequeño grupo de testigos sea
percibida por toda la humanidad. Desde esta óptica Pentecostés marca la
vocación misionera de la Iglesia. El mensaje salvífico de Jesús se manifiesta
no como patrimonio de unos cuantos sino de la entera humanidad.
- ¿Quieres formular alguna
pregunta más?
- Tendría muchas más, pero
prefiero escuchar la reflexión que tienes preparada, convencida que será la
más adecuada.
- No estoy tan seguro de
ello; es más te ruego que en el tema de hoy seas muy crítico, pues la primera
lectura de la liturgia de hoy (Hech. 2, 1 – 11) me ha sugerido más preguntas que respuestas. Dice
así: “Al cumplirse el día de
Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar (ἥσαν πάντες ὁμοῦ ἔπὶ τὸ αὐτό)”. La pregunta es la siguiente: “¿Quiénes eran
esos “todos –πάντες”?”. Por supuesto
los once apóstoles (Hech. 1, 13), pero la tradición y toda la iconografía
sitúa también allí a la Virgen María. No puedo olvidar a mi padre enunciando
el tercer misterio glorioso rezando el rosario en familia después de cenar, y
que decía: “tercer misterio: La venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles
y la Virgen María reunidos en el Cenáculo”. Por cierto yo sigo enunciándolo
de la misma manera, aunque resulte un poco barroco.
Pero si aceptamos la
presencia de María – y la aceptamos – es que ese “todos” comprende no solo el versículo 13 que nombra los
apóstoles, sino también el 14 que dice: “Todos
ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María,
la Madre de Jesús, y con sus hermanos”.
Resumiendo: en ese “todos” que “se llenaron de Espíritu Santo” hay
que incluir además de los apóstoles a la Madre de Jesús, y también a un grupo
de mujeres y a los hermanos o parientes de Jesús.
- Maestro, ¿estás
insinuando que hay que promover el sacerdocio femenino?
- No soy teólogo y carezco
de cualquier autoridad para hacer propuestas, pero sí puedo hacer preguntas.
Si el Hijo de Dios es ”nacido de mujer”
(Gal. 4, 4), resucitado se apareció
en primer lugar a un grupo de mujeres
(Lc. 24, 1 – 9) y el día de Pentecostés también algunas mujeres se llenaron del Espíritu Santo, ¿por qué
han estado relegadas a una tercera o cuarta fila en la Iglesia? ¿se está
haciendo lo suficiente para que recuperen el protagonismo al que tienen
derecho por voluntad divina?
Indudablemente esta
actitud un tanto misógina de la Iglesia se apoya en Pablo que, por lo menos
aparentemente, asume esta actitud;
En 1Cor. 14, 14 – 15
escribe: “como en todas las Iglesias de
los santos, que las mujeres callen en las asambleas, pues no les está
permitido hablar; más bien, que se sometan, como dice incluso la ley. Pero si
quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus maridos, pues es
indecoroso que las mujeres hablen en la asamblea”.
En 2Tim, 2, 11 – 12, dice:
“que la mujer aprenda sosegadamente, y
con toda sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni que domine sobre el
varón, sino que permanezca sosegada”.
- ¿Pretendes decir que
esta actitud de la Iglesia se fundamenta en la doctrina paulina?
- No exactamente. Se
fundamenta en la cultura dominante pero se justifica en las palabras de
Pablo. El Apóstol de los gentiles ha hecho grandes aportaciones a este tema.
En Gal. 3, 27 – 28 afirma: “cuántos
habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío
y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús
Resulta curioso que el que
había declarado la Ley obsoleta y ya caduca “pues no estáis bajo ley, sino bajo gracia” (Rom. 6, 14) y “ahora, en cambio, tras morir a aquella
realidad en la que nos hallábamos prisioneros, hemos sido liberados de la
ley, de modo que podamos servir en la novedad del espíritu y no en la
caducidad de la letra” (Rom. 7, 6) cite precisamente la ley para acallar
a las mujeres.
Hay que tener en cuenta
que las comunidades fundadas por Pablo y a las que envía sus cartas eran, en
su mayoría, conflictivas, raquíticas y todavía muy inmaduras, y que estos
consejos son puramente circunstanciales y localistas y que no está en el
ánimo de Pablo crear doctrina con ello, pero han sido utilizados en ese
sentido.
Resumiendo: que el
Espíritu Santo que a través de los siglos ha configurado un solo pueblo sin
distinción de raza, color, o precedencia
social “pues todo nosotros judíos y
griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para
formar un solo cuerpo” (1Cor. 12, 13), siga iluminando nuestros corazones
para en nuestra Iglesia no haya diferencias por ser blanco o negro, europeo o
africano, rico o pobre, hombre o mujer, etc.
Después de unos momentos
de reflexión los dos rezaron:
Ven,
Espíritu Santo,
llena los
corazones de tus fieles
y enciende
en ellos
el fuego de
tu amor.
Envía,
Señor, tu Espíritu.
Que renueve
la faz de la Tierra.
-
y de la Iglesia, añadió el ermitaño.
-
Amén, contestó el discípulo.
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