Trigésimo
Domingo del tiempo ordinario C
Evangelio
según san Lucas, 18, 9 - 14.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por
justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo
Jesús esta parábola:
— Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era
fariseo; el otro, un publicano.
El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.”
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se
atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo:
“¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél
no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será
enaltecido.
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Aquella
mañana se pusieron a hablar, Maestro y discípulo, un poco de todo: del
tiempo, de las cosechas prácticamente terminadas, de las noticias del mundo,
y de la salud de la familia:
- Todos bien, gracias a Dios, aunque mis abuelos ya
van acusando el peso de los años, pero todavía se apañan bien solos; son del
todo autosuficientes; es más, mi abuelo todavía cuida un pequeño huerto que
tiene cerca de casa, y que les proporciona unas verduras de primera clase.
Se acomodaron (¿?) en el sitio de costumbre, el
Maestro esperaba la pregunta casi ritual del discípulo, cuando este,
cambiando el guion, le dice:
- La parábola
que proclamamos en este domingo es muy fácil de entender, aunque difícil de
vivir.
- Es el evangelio puro y duro, pero no creo que sea
justo decir que es difícil vivirlo. Te voy a contar una experiencia vivida
hace muchos – creo que muchísimos – años. Viajaba con un grupo de compañeros
por el sur de Italia y nos llevaron a visitar unas cuevas que alguien dijo
ser magníficas. No sufro de claustrofobia pero tampoco soy un espeleólogo
aventurero. Desde fuera no se veía más que un agujero y humedad por todas
partes. Intenté hacerme el remolón, después de haberme informado que saldrían
por el mismo sitio, pero uno de los compañeros que se había percatado de mis
intenciones, me animó y, por vergüenza, entré. Al principio aquello me
pareció monótono y aburrido, pero en seguida entramos en la primera sala;
quedé embelesado: miles y miles de estalactitas y estalagmitas de un blanco
resplandeciente, unas más largas, otras más cortas, otras parecían figuras de
personas, animales o plantas que el guía se encargaba de subrayar. De la
primera sala, pasamos a la segunda y de la segunda a la tercera, y así hasta
seis o siete, no recuerdo bien. A la última de las que visitamos la llamaban
“la catedral”, y te aseguro que ninguna catedral del mundo reúne tanta
belleza. Estando allí recordé las palabras de Pedro en el Tabor: “¡Qué bueno es que estemos aquí” (Lc.
9, 33). Es cierto que había dificultades: para pasar de una sala a otra había
que cruzar túneles, cada cual más
estrecho y más bajo; en algún caso había que cruzarlo casi a gatas; el suelo
era resbaladizo y alguno de los presentes acabó en el lago que estaba en el
centro de la sala. ¡¿Pero qué importaban esas pequeñas incomodidades cuando
se contempla tanta belleza?!
Así, amigo mío, es el evangelio. Desde fuera puede
parecer difícil, ilógico y hasta inútil, pero cuando estás dentro – y tú
estás dentro – la sensación de paz, de alegría y de felicidad es tan grande
que cualquier dificultad o sacrificio se le antoja a uno fácilmente asumible
y hasta llevadero en aras a tanta belleza.
- Y ahora, Maestro, intervino el discípulo, la frase que estabas esperando: háblame del
evangelio de hoy.
El ermitaño sonrió al darse cuenta que había ya
tanta comunión entre los dos que el joven discípulo era capaz de adivinarle los pensamientos; y
continuó:
- Para ser breve señalaré unos cuantos puntos para
interpretar la parábola:
* Como ya decíamos la semana pasada Lucas es un muy
buen catequista, y antes de ofrecer la parábola da las claves para su
comprensión: “dijo también esta parábola
a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a
los demás”; es algo así como las moniciones que se hacen hoy en la
liturgia de la palabra para una mejor intelección de la misma, aunque no
siempre lo consigue, ya que en algunos casos se trata de una homilía, y pocas
veces acertada, y otras, sobre todo cuando se deja a la improvisación, pura
exhibición de palabrería sin sentido.
* A lo largo del evangelio parece que Jesús siente
una cierta inquina por los fariseos y muchas preferencias por los publicanos,
y es verdad solo en parte. No va contra las personas, aprueba o desaprueba
sus acciones, sino algo más profundo: su orgullo en el primer de los casos y
su humildad en el otro.
* El fariseo
era un hombre legal. Cumplía
* El publicano era, también supuestamente, como
todos los publicanos un ladronzuelo, un extorsionador y un aprovechado. Así
eran estos funcionarios del imperio, pero se sentían no solo postergados ante
su pueblo que los miraban como traidores, sino también ante Dios. A lo largo del evangelio
encontramos vamos momentos de encuentro de estos hombres que sintiéndose
pecadores buscan la verdad. Estando Juan bautizando en el Jordán “vinieron también a bautizarse unos
publicanos y le preguntaron: “¿Maestro, qué tenemos que hacer nosotros?” Él
les contestó: “No exijáis más de lo establecido”. Y podríamos comentar la conversión de
Zaqueo, jefe de publicanos y rico, pero lo dejamos de momento porque lo vamos
a encontrar el próximo domingo. Jesús quiso tener entre los suyos a un
publicano: Mateo: “Al pasar vio Jesús a
un hombre, llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:
“Sígueme”. Él se levantó y lo siguió” (Mt. 9, 9).
- Maestro,
pero ¿por qué estas preferencias de Jesús?
- Antes de contestarte y para encuadrar mejor la
respuesta voy a ofrecerte una cita más: “en
verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de
vosotros en el reino de Dios“ (Mt. 21, 31). Entonces, ¿el prostituirse es
un mérito valedero para alcanzar el Reino? No, en absoluto. Y ahora te contesto: cuando uno en su
miseria o en su dolor toca fondo, cuando ya lo ha perdido todo hasta su
propio orgullo es cuando está en disposición de mirar a lo alto y con las
lágrimas en los ojos exclamar: “Hijo de
David, Jesús ten compasión de mí” (Mc. 10, 47), y Él que afirmó:”… no necesitan médico los sanos, sino
los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que
se conviertan” (Lc. 5, 31 – 32), les tenderá la mano y empezarán juntos
la resalida. Pero, y para que no te asustes, de esta situación nadie queda
excluido, pues si humildemente como el publicano en el templo exclamamos: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”,
ya nos ponemos en actitud de conversión y la gracia del Señor estará con
nosotros.
Antes de iniciar el rezo de laudes y como conclusión
de esta reflexión magistral del ermitaño los dos, Maestro y discípulo,
recitaron el conocido salmo 50.
Misericordia,
Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado,
contra ti,
contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la
sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente. Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.
Te gusta un
corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría. Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír
el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.
Oh Dios,
crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme
la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.
Líbrame de
la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío, y cantará mi lengua tu justicia. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.
Los
sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.
Señor, por
tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos. |
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