lunes, 17 de octubre de 2016

ORGULLO Y HUMILDAD


Trigésimo Domingo del tiempo ordinario C



Evangelio según san Lucas, 18, 9 - 14.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
— Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano.
El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.”
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.



Aquella mañana se pusieron a hablar, Maestro y discípulo, un poco de todo: del tiempo, de las cosechas prácticamente terminadas, de las noticias del mundo, y de la salud de la familia:
- Todos bien, gracias a Dios, aunque mis abuelos ya van acusando el peso de los años, pero todavía se apañan bien solos; son del todo autosuficientes; es más, mi abuelo todavía cuida un pequeño huerto que tiene cerca de casa, y que les proporciona unas verduras de primera clase.
Se acomodaron (¿?) en el sitio de costumbre, el Maestro esperaba la pregunta casi ritual del discípulo, cuando este, cambiando el guion, le dice:
-  La parábola que proclamamos en este domingo es muy fácil de entender, aunque difícil de vivir.
- Es el evangelio puro y duro, pero no creo que sea justo decir que es difícil vivirlo. Te voy a contar una experiencia vivida hace muchos – creo que muchísimos – años. Viajaba con un grupo de compañeros por el sur de Italia y nos llevaron a visitar unas cuevas que alguien dijo ser magníficas. No sufro de claustrofobia pero tampoco soy un espeleólogo aventurero. Desde fuera no se veía más que un agujero y humedad por todas partes. Intenté hacerme el remolón, después de haberme informado que saldrían por el mismo sitio, pero uno de los compañeros que se había percatado de mis intenciones, me animó y, por vergüenza, entré. Al principio aquello me pareció monótono y aburrido, pero en seguida entramos en la primera sala; quedé embelesado: miles y miles de estalactitas y estalagmitas de un blanco resplandeciente, unas más largas, otras más cortas, otras parecían figuras de personas, animales o plantas que el guía se encargaba de subrayar. De la primera sala, pasamos a la segunda y de la segunda a la tercera, y así hasta seis o siete, no recuerdo bien. A la última de las que visitamos la llamaban “la catedral”, y te aseguro que ninguna catedral del mundo reúne tanta belleza. Estando allí recordé las palabras de Pedro en el Tabor: “¡Qué bueno es que estemos aquí” (Lc. 9, 33). Es cierto que había dificultades: para pasar de una sala a otra había que cruzar  túneles, cada cual más estrecho y más bajo; en algún caso había que cruzarlo casi a gatas; el suelo era resbaladizo y alguno de los presentes acabó en el lago que estaba en el centro de la sala. ¡¿Pero qué importaban esas pequeñas incomodidades cuando se contempla  tanta belleza?!
Así, amigo mío, es el evangelio. Desde fuera puede parecer difícil, ilógico y hasta inútil, pero cuando estás dentro – y tú estás dentro – la sensación de paz, de alegría y de felicidad es tan grande que cualquier dificultad o sacrificio se le antoja a uno fácilmente asumible y hasta llevadero en aras a tanta belleza.
- Y ahora, Maestro, intervino el discípulo,  la frase que estabas esperando: háblame del evangelio de hoy.
El ermitaño sonrió al darse cuenta que había ya tanta comunión entre los dos que el joven discípulo era  capaz de adivinarle los pensamientos; y continuó:
- Para ser breve señalaré unos cuantos puntos para interpretar la parábola:
* Como ya decíamos la semana pasada Lucas es un muy buen catequista, y antes de ofrecer la parábola da las claves para su comprensión: “dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”; es algo así como las moniciones que se hacen hoy en la liturgia de la palabra para una mejor intelección de la misma, aunque no siempre lo consigue, ya que en algunos casos se trata de una homilía, y pocas veces acertada, y otras, sobre todo cuando se deja a la improvisación, pura exhibición de palabrería sin sentido.
* A lo largo del evangelio parece que Jesús siente una cierta inquina por los fariseos y muchas preferencias por los publicanos, y es verdad solo en parte. No va contra las personas, aprueba o desaprueba sus acciones, sino algo más profundo: su orgullo en el primer de los casos y su humildad en el otro.
* El fariseo era un hombre legal. Cumplía la Torá a rajatabla: “no soy ladrón, injusto adúltero”, “ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” ; y era supuestamente, verdad. Pero se creía perfecto, se salvaba por sí solo, no necesitaba de Dios para nada, por eso se sentía capacitado para juzgar a los demás: “no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano”.
* El publicano era, también supuestamente, como todos los publicanos un ladronzuelo, un extorsionador y un aprovechado. Así eran estos funcionarios del imperio, pero se sentían no solo postergados ante su pueblo que los miraban como traidores, sino también  ante Dios. A lo largo del evangelio encontramos vamos momentos de encuentro de estos hombres que sintiéndose pecadores buscan la verdad. Estando Juan bautizando en el Jordán “vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: “¿Maestro, qué tenemos que hacer nosotros?” Él les contestó: “No exijáis más de lo establecido”.  Y podríamos comentar la conversión de Zaqueo, jefe de publicanos y rico, pero lo dejamos de momento porque lo vamos a encontrar el próximo domingo. Jesús quiso tener entre los suyos a un publicano: Mateo: “Al pasar vio Jesús a un hombre, llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió” (Mt. 9, 9).
 - Maestro, pero ¿por qué estas preferencias de Jesús?
- Antes de contestarte y para encuadrar mejor la respuesta voy a ofrecerte una cita más: “en verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios“ (Mt. 21, 31). Entonces, ¿el prostituirse es un mérito valedero para alcanzar el Reino? No, en absoluto.  Y ahora te contesto: cuando uno en su miseria o en su dolor toca fondo, cuando ya lo ha perdido todo hasta su propio orgullo es cuando está en disposición de mirar a lo alto y con las lágrimas en los ojos exclamar: “Hijo de David, Jesús ten compasión de mí” (Mc. 10, 47), y Él que afirmó:”… no necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan” (Lc. 5, 31 – 32), les tenderá la mano y empezarán juntos la resalida. Pero, y para que no te asustes, de esta situación nadie queda excluido, pues si humildemente como el publicano en el templo exclamamos: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”, ya nos ponemos en actitud de conversión y la gracia del Señor estará con nosotros.
Antes de iniciar el rezo de laudes y como conclusión de esta reflexión magistral del ermitaño los dos, Maestro y discípulo, recitaron el conocido salmo 50.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado,
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.
Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.


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