Quinto Domingo del Tiempo
Ordinario A
-
Seguimos con el sermón de la montaña, dijo el discípulo después de haber
saludado al ermitaño y de haberse calentado durante unos segundos en el fuego
que generosamente ardía en el centro de la cueva donde residía el anacoreta.
- Seguimos escuchando el Sermón de la montaña según
San Mateo (capítulos 5, 6 y 7) -
respondió el Maestro que curiosamente
en San Lucas aparece como el sermón del valle o de la llanura (“loco
campestri”, según
Pero vamos al contenido: Sal y Luz.
Debemos hacer un grande esfuerzo para comprender y
valorar esta comparación. Hoy tenemos sal en abundancia y a buen precio y luz
artificial por doquier, un poco cara quizá pero en abundancia; ahora bien, en
los tiempos de Jesús no era así. La sal era un producto escaso y caro y en
ocasiones moneda de intercambio comercial; de ahí viene el término “salario”
pues con frecuencia los romanos pagaban a sus jornaleros con bolsitas de sal.
Y lo mismo la luz: para poder vislumbrar algo en la oscuridad lo único que
utilizaban eran antorchas de sebo o de resinas que producían mucho humo y muy
poca luz, por lo que decir qu somos sal de la tierra y luz del mundo es
elevarnos a una categoría muy alta, podríamos decir que no solo somos
necesarios, sino imprescindibles.
Permíteme, amigo mío, reflexionar brevemente sobre estos
dos términos: sal y luz …
- Adelante, Maestro, te escucho.
- Al hablar de la sal Jesús entra en contradicción – “contraditio in terminis”,
como dirían los clásicos – pues la sal no se puede volver sosa; o es sal o no
lo es, porque la esencia de la sal es precisamente ser “salada”. Al decirnos que somos sal el Señor está
definiendo nuestra esencia, o somos o no somos. Es cierto que se puede
ser otra cosa, inclusive buena, pero no se es sal. Existen en los mercados,
sobre todo en los orientales, centenares de especias que dan sabor a las
comidas, pero no nos equivoquemos, no son sal. Te digo esto porque hoy hay mucha confusión; existe un tipo de
“pancristianismo” que pretende confundir todo lo bueno con lo cristiano y
todo lo cristiano con lo bueno,. Lo que se consigue con esto es diluir el
sabor del evangelio entre todos los demás sabores haciendo un “totum
revolutum” donde perdemos nuestra específica identidad. Ser cristiano
significa vivir la novedad del evangelio en el espíritu del sermón de la
montaña, y no nos equivoquemos: o somos o no somos. Es cierto que hay otras
filosofias, otros estilos de vida y otras instituciones que son positivas y
que aportan valores a la sociedad, que son muy respetables y debemos
apreciar, pero no confundir: una cosa es la sal, y otra el orégano, el romero
o el cilantro.
Te decía que al hablar de la sal el Señor se refiere
a la esencia, pues al hablar de la luz
se refiere al testimonio. No caigamos en la tentación de meter nuestra
luz debajo del celemín, por dos motivos fundamentales:
1º - porque
corre el riesgo de extinguirse. Seguimos los supuestos de la predicación, si
habláramos de una bombilla incandescente, sería otro asunto, pero este no es
el caso. La fe, como la luz, necesita airearse, oxígeno, ser renovada,
compartida y constantemente contrastada; enroscada en si misma, se marchita y
muere;
2º - suponiendo que superviviera, sería absolutamente estéril. ¿para
qué serviría una lámpara metida debajo de un celemín? Seguiría siendo
lámpara, seguría estando encendida, pero sería absolutamente inútil, no
produciría los efectos para los que se
encendió: alumbrar a todos los de casa.
Resumiendo, amigo mío, preguntémenos si somos
verdaderamente sal, convencidos de nuestra esencia, de nuestra fe, o acaso
somos cualquier otra especia camuflada;
una vez discernido este
concepto, preguntémonos dónde estamos situados: debajo de un celemín o
colocados en el candelero intentando iluminar a los que por allí pasan; eso
sí, muy humildemente, pues no somos ni el sol, ni la la luna ni una estrella,
tan solo una frágil lámpara de barro. Me viene ahora a la mente aquella frase
de Rabindranath Tagore:
“Dijo el sol cuando llegó a su ocaso:
¿quién me sustituirá?”
“Haremos lo que podamos”,
contestó la lámpara de barro.
- ¿Y cuáles serían los celemines de hoy día,
Maestro?
- Pueden ser muchos y muy variopintos: no querer
comprometerse, falta de confianza en el Espíritu y de autioestima, pensar que
yo no valgo para eso, considerar que eso de ser luz no va conmigo, apatía
ante las cosas del Espíritu, falta de empatía con las personas y el mundo que
nos rodea. Estas y muchas otras razones pueden hacer que nos enrosquemos en
nosotros mismos y vayamos a refugiarnos debajo del celemín, donde nos
encontraremos muy cómodos y donde nadie nos molestará.
Después del acostumbrado silencio, dijo el
discípulo:
- Maestro, hay muchos cantos con el contenido de sal
y de luz, pero yo, si te parece bien, he elegido este, “Id, amigos” pues fue
el que cantó el coro al terminar la celebración de mi confirmación y me trae
muy gratos recuerdos.
- Vamos allá dijo el Maestro:
Sois la semilla que ha de crecer,
Sois la estrella que ha de brillar,
Sois
levadura, sois grano de sal,
antorcha que ha de alumbrar.
Sois la mañana que vuelve a nacer,
sois espiga que empieza a granar.
Sois aguijón y caricia a la vez,
testigos que voy a enviar.
Id,
amigos, por el mundo, anunciando el amor,
mensajeros
de la vida, de la paz y el perdón.
Sed,
amigos, los testigos de mi Resurrección.
Id llevando
mi presencia. ¡Con vosotros estoy!
Sois una llama que ha de encender
resplandores de fe y caridad.
Sois los pastores que han de guiar
al mundo por sendas de paz.
Sois los amigos que quise escoger,
sois palabra que intento gritar.
Sois reino nuevo que empieza a
engendrar
justicia, amor y verdad.
Sois fuego y savia que viene a traer,
sois la ola que agita la mar.
La levadura pequeña de ayer
fermenta la masa del pan.
Una ciudad no se puede esconder,
ni los montes se han de ocultar.
En vuestras obras que buscan el bien
los hombres al Padre verán.
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